sábado, 28 de enero de 2012

Veintisiete de enero; sueño

Según entras en la casa, lo primero que te llama la atención es que a la derecha de la puerta, muy pegada, discurre una pared. Está cubierta de tablas pintadas de verde, de un verde brillante que hace pensar en el golfo de California en pleno verano. Sin duda, el que eligió el color tenía una cierta nostalgia americana.
La pared no es muy alta, apenas dos metros, y, dado que el techo mide más de cuatro, deja un espacio sobre ella, como una tarima. En la pared, de unos seis metros de ancho, hay dos puertas, una pintada del mismo verde que las tablas, y otra blanca, desgastada. La puerta verde da a una habitación pintada de color verde manzana; está claro que es el color favorito de su propietario. Hay una cama desecha en una esquina y un escritorio frente a la ventana. Por ella se ve un paisaje espectacular; la casa, como el resto del pueblo, está construida sobre un barranco que se cierne sobre un inmenso valle. Aunque lo correcto sería decir que la ciudad está construida dentro del barranco. Se cierne sobre el vacío como un milagro arquitectónico.
Volviendo a la habitación, no hay mucho más que ver; un marcado desorden, un dudoso gusto decorativo, varios cactus secos y un inmenso póster de Transformers presidiendo la habitación, con Optimus Pryme mirándote fijamente. Ah, y las estanterías. Atestadas de cómics.
La puerta blanca da a una habitación pintada de azul. En ella, el escritorio está presidido por un ordenador, y el desorden reinante es aún más grave que en la anterior. El elemento más importante de la habitación, sin duda, es la ventana; un enorme y en apariencia confortable sillón orejero está situado de frente a ella, como si su propietario pasase horas mirando el paisaje. Deleitado.
Junto a la puerta blanca hay unas escaleras. Sobre el techo de las habitaciones, presidiendo un inmenso salón con un techo de casi cuatro metros, hay una cocina, pintadas las paredes de amarillo claro. Una pared casi entera es de cristal, de modo que el valle parece estar en la misma cocina. Está limpia y ordenada; lo más llamativo, y sin duda importante de ella es una mesa grande, de madera recia y con los cantos redondeados que está en el centro de la cocina. Sin duda, los habitantes de la casa comen allí, y allí hacen vida en común. En una cocina soleada con vistas al valle.
El salón parece más una especie de sala recreativa; un futbolín en una esquina, una mesa de billar, una de pin pon. Estanterías y estanterías cubiertas de libros. Una enorme televisión de plasma frente a un amplio sofá gris. Las paredes están pintadas de un acogedor color melocotón. En una esquina del mismo, sobre una tarima, hay una serie de instrumentos. Una guitarra, una enorme batería, un teclado, dos micrófonos. Un sinfín de amplificadores. Algo que parece la caja de una armónica sobre el teclado. Un violín. Un acordeón. Un montón de horas ensayando.
En una esquina del salón, medio disimulada, hay otra habitación. Es un poco más grande que la otras dos, y es la única habitación blanca. Además, está considerablemente más ordenada. El suelo es de parqué claro, hay una alfombra amarilla a los pies de la cama. Una cama de matrimonio, con las sábanas y la colcha azules. La ventana parece dar a la calle, pero está cubierta por unas cortinas amarillas. En las paredes, varias guitarras comparten el espacio con libros y cuadros.
Sales de esa última habitación, pasas por el salón, te diriges a la puerta de salida. Subes las empinadas escaleras de caracol que recorren el precipicio y sales a una de las callejuelas de la ciudad colgante.
No puedes evitar volver la vista atrás.
Incluso vacía, esa casa cuenta una historia. Una historia conmovedora.

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