jueves, 13 de marzo de 2014

Eva

Esta habitación es un maldito desastre.
Lanzo las botas militares hacia atrás, aunque tengo cuidado de que caigan cerca; esta noche voy a necesitarlas. Aparto jerséis y sudaderas, varios vaqueros, un par de camisetas. Desde que la barra del armario cedió bajo el peso de la ropa, he renunciado a intentar mantener un orden respecto a mis escasas prendas.
Tampoco se puede decir que me cueste mucho encontrar lo que quiero ponerme entre mi ropa… aunque claro, eso era cuando era mi ropa. Un vaquero, tres camisetas, dos sudaderas, la gabardina, un par de mallas, las botas y algunas prendas interiores. Aquello era lo que yo solía ponerme, antes de que mis padres de acogida decidieran que parecía una mendiga y llenasen mi armario con pantalones chinos y jerséis de colores pastel.
Vale, he de reconocer que esta es la mejor casa en la que he estado hasta ahora. Pero eso no lo hace menos frustrante.
-¡Vamos! – mascullo, mientras lanzo una mirada rápida a la esfera de mi reloj de muñeca. Está tirado junto a la pata de la cama, pero puedo ver perfectamente la posición de las agujas; las doce menos veinte.
No tengo tiempo.
Al fin atisbo el brillo cálido del cuero. La gabardina de mi padre está hecha una bola en una esquina del armario, pero cuando la estiro y sacudo el olor familiar a cuero curtido y viejo y a humo me envuelve como una vieja manta y me hace recobrar la calma por unos instantes. Me la pongo encima de las mallas de correr y la camiseta bien ceñida que he elegido para la salida nocturna, y rápidamente hago inventario del contenido de los bolsillos; los interiores contienen una pequeña hoz de plata sobre el corazón, un bote de sal sobre el pecho derecho, un saquillo de piedras con runas talladas sobre los riñones, unos cuantos cuchillos arrojadizos repartidos en el tórax y uno en la manga izquierda. Papá nunca escatimó a la hora de llevar armas, siempre que fueran ligeras; él y yo tenemos exactamente la misma complexión, o eso solía decir mamá. De cualquier modo ya no importa.
En el bolsillo derecho tengo un par de guantes de cuero y una cuchilla de afeitar, por si fuera imperativo que me hiciera algún corte; en el izquierdo hay una pequeña bolsita de plástico. No puedo evitar sonreír, porque sé exactamente lo que contiene.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 1”: no debería comer tantos dientes de ajo en salmuera. Bueno… en realidad es un revuelto de dientes de ajo, cebollitas y aceitunas negras, un potingue pringoso que pica una barbaridad y por lo que tengo entendido deja un aliento repulsivo; pero a mamá le gustaba. Es una de esas tonterías que no puedo evitar.
Y además está muy bueno, qué demonios.
Saco la bolsita y pesco una aceituna negra; al fin y al cabo, la salmuera conserva, ¿no? No creo que me vaya a poner enferma por esto. Y aunque me ponga enferma, con la tontería mayúscula que voy a hacer esta noche acabará por no importar. No creo que viva tanto como para que la mísera oliva negra que acabo de tomar me provoque una diarrea. O lo que sea que cause la salmuera en mal estado.
Me agacho, cojo el reloj de pulsera, me pongo las botas militares, aprieto bien los cordones y me dirijo a la puerta de dos rápidas zancadas. Cuando estoy a punto de aferrar el pomo de la puerta, me detengo, la mano a pocos centímetros del picaporte.
Esta es con mucho la mejor casa de acogida en la que jamás he estado. No me recuerdan cada poco tiempo que debería estar agradecida por cada migaja que me dan. No me reprochan mis problemas con los estudios. No maldicen cada poco a mi padre ausente y mi madre toxicómana. No parecen preguntarse si me pareceré a ellos.
Si salgo ahora delante de sus narices, y vestida con esta ropa, y con todo lo que llevo en los bolsillos…
Suspiro. Le he cogido cariño a este par de viejos, qué demonios. Y además no quiero discutir antes de una buena pelea.
Así que me doy la vuelta y abro la ventana con cuidado. Vivimos en un séptimo piso, pero hay una escalera de incendios que recorre todos los balcones. Siempre puedo decir que iba a una fiesta de disfraces o algo así. Tengo oído que las chicas normales se escapan de casa para este tipo de cosas.
Aprieto los dientes mientras me siento en el alféizar de la ventana y voy bajando los pies hasta tocar la cornisa con la punta de los dedos. Con cuidado, con mucho cuidado, voy desplazándome de lado hasta que alcanzo el balcón del cuarto de mis padres de acogida. Con un poco de suerte estarán en el salón y no se darán cuenta de lo que estoy haciendo.
Bueno, o con mucha suerte.
Sin embargo, esta noche la luna está de mi parte y los viejos están viendo algún culebrón en el salón. Siento un extraño alivio al pensar que no tendré que dejar esta casa esta noche.
Aunque si sobrevivo, me va a tocar hacerlo de todos modos.
Del balcón del primer piso al suelo no hay escalera; está plegada y no me imagino el ruido que hará desplegarla, así que hago este último tramo de un salto, pues apenas son dos metros… bueno, dos metros y un poquito, pero no importa en realidad. Aterrizo sobre las puntas de los pies y ruedo sobre el costado izquierdo para amortiguar el golpe, y me pongo en pie muy rápido haciendo un rápido gesto con la cabeza hacia la izquierda para apartarme el pelo de la cara.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 2”: debería cortarme el pelo.
Hasta donde yo sé, lo del pelo corto era un problema para las mujeres de mi clase hasta hace no tanto, pero a día de hoy ya podría llevar el corte que quisiera sin que nadie me acusase de nada. Sin embargo, me veo incapaz de hacerlo. A papá le gustaba mi pelo, recuerdo que se burlaba de mamá diciendo que yo había heredado su pelo y no el de ella. No puedo decir que una melena castaña y lacia, color ratón, sea exactamente preciosa; los negros bucles de mi madre eran mucho más bonitos. Pero a papá le gustaba.
Las cosas que importan nunca son las que deberían importar, ¿verdad?
Rápidamente me hago una trenza en la nuca y la enrosco en torno a mi cabeza. Puede parecer un peinado pasado de moda o absurdo, pero es más útil que una trenza suelta que cualquiera podría agarrar o un moño en lo alto del cráneo que afecte mínimamente a mi equilibrio. El pelo pesa. Mamá siempre lo tenía muy en cuenta.
Reviso la hora una vez más; tengo la manía de llevar la esfera del reloj en la cara interna de la muñeca, un gesto que nadie comprende y realmente yo tampoco. Supongo que me gusta guardar bien mis secretos. Es un poco irracional. Supongo que muchas de mis costumbres lo son, manías heredadas de papá y mamá.
Pensando con lógica, debería decirme que a ellos no les sirvieron para sobrevivir… pero los mantuvieron con vida mucho tiempo, ¿no?
Doce y cinco. Hasta las tres de la mañana aún tengo tiempo… tiempo para recorrer la ciudad y encontrar el Círculo. Tiempo para prepararme, también. Escudriño la luna; cuarto creciente. Era buena para… ¿para qué? A veces me pregunto por qué no escuchaba con más atención. Mamá siempre dijo que era culpa de papá, y papá siempre dijo que era demasiado pequeña para tanta tontería. Aunque ella decía que había empezado a entrenarse de mucho más pequeña…
Doce y ocho. No tengo tiempo. Cuarto creciente, ciclo de tempestad. Necesito… necesito runas, obviamente. ¿Qué runas? Rápido. No las recuerdo bien. Tanteo en el bolsillo cosido a la espalda del abrigo, sobre los riñones – cosido por mamá, con todo el cuidado del mundo, porque a papá le gustaban los bolsillos secretos. Extraigo el saquillo de runas, las dejo caer sobre mi palma mientras las miro frenéticamente. Casi se desdibujan ante mis ojos.
Doce y diez. Date prisa, idiota. Hay una que parece una lanza y que tenía nombre que empezaba por “T”. ¿Realmente importa si no puedo recordar los nombres? Creo que es más importante la intención. Mamá era impaciente e inconstante y me habría regañado, pero creo que papá me hubiera dicho que me atreviese a probar. ¿Por qué no?
Devuelvo las piedras a su bolsita, saco la cuchilla de afeitar y me dibujo la runa en el dorso de la mano izquierda, con sangre. Nunca he tenido el pulso que tenía mamá, creo que me asusta hacerme heridas, pero aún así es bien reconocible. ¡Tyr! Así se llamaba. Tyr es para la guerra y para atacar. Tyr, el guerrero. Está bien, ¿y para defenderme? Miro las runas dibujadas otra vez. Dos palitos paralelos, el derecho más largo que el izquierdo, y una línea horizontal uniendo ambos. No recuerdo su nombre, pero representaba un toro y la fuerza. Supongo que más o menos podría servir.
Asiento para mí. Esto va a ser más difícil, pero el dibujo es fácil y lo trazo rápidamente sobre el dorso de mi mano derecha. Soy más o menos ambidiestra, o eso intentó mamá. Era importante que pudiera dibujar todo.
Ahora viene lo más difícil. ¿Hora? Doce y veinticinco, vale. Me ha llevado más tiempo del que pensaba, pero no importa. Si me pongo nerviosa todo será peor. Vuelvo a mirar las piedrecitas. ¿Qué debería elegir para pasar desapercibida? Aparte de unos ojos cenagosos, un pelo lacio y castaño ratón, una estatura mínima y una delgadez y palidez enfermizas…
Hay una que parece una “B” muy puntiaguda. Recuerdo su nombre, biaryán o algo así. Mamá la utilizaba cuando quería ver cosas con más claridad. Papá invertía las runas para que tuvieran el efecto contrario. Esta servirá. Cierro los ojos, aprieto mucho los dientes y me dibujo una “B” invertida y puntiaguda entre mis pechos casi inexistentes, sobre el esternón. Cuando me atrevo a mirar, parpadeando mucho para contener las lágrimas, no puedo evitar sonreír levemente. A la luz de las farolas, el dibujo de la runa invertida es claro y preciso, y casi brilla. Lo mismo ocurre con los cortes en el dorso de las manos.
Mamá estaría orgullosa.
Aprieto los dientes, me subo el cuello de la camiseta. No llevo sujetador, no tengo pecho como para tanto y además sería un maldito estorbo como tuviera que pelear en condiciones. Acaricio la hoz en el bolsillo sobre el corazón; para mamá tenía mucho significado. Devuelvo las runas a su bolsillo, la cuchilla al suyo. Saco mi bolsita de plástico y me meto un diente de ajo en la boca. El picor me calma lo suficiente como para decidir mi siguiente paso.
Una menos veinticinco. Tengo más de dos horas para encontrar el Círculo, aunque si lo hago antes todo será mucho mejor. Me cierro la gabardina y dedico una última mirada a la luna, pidiéndole que no sea demasiado tarde.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 3”: no debería involucrarme. Mamá siempre lo dijo, “no te involucres”. Esa era la máxima. Puede pasar lo que pase ahí fuera, pueden combatir, enfrentarse unos a otros, maquinar, planear hacerse con el mundo entero. Pero yo no debo. Yo debo centrarme en sobrevivir.
Suspiro mientras echo a andar rápidamente calle arriba, acariciándome suavemente con un dedo la cicatriz circular que tengo entre las cejas, centrándome en ver con claridad el mundo a mi alrededor. En ver más allá de lo que ven las criaturas normales.
– Perdóname, mamá – murmuro, mientras siento un tirón sobre el esternón que me conduce inexorablemente hacia el lugar donde seguramente esté el Círculo –. Pero esto es culpa tuya. Si no me hubieras dejado sola…
Sigo caminando todo lo rápido que puedo, tratando de no mirar atrás. No debería involucrarme. Pero si no me involucro, él morirá. Si no me involucro, quien sabe lo que podría pasar.
Si no me involucro, me arrepentiré para siempre.

A veces me pregunto si mamá sabía realmente en qué me estaba metiendo cuando me empezó a contar todas aquellas cosas.