Esta
habitación es un maldito desastre.
Lanzo las
botas militares hacia atrás, aunque tengo cuidado de que caigan cerca; esta
noche voy a necesitarlas. Aparto jerséis y sudaderas, varios vaqueros, un par
de camisetas. Desde que la barra del armario cedió bajo el peso de la ropa, he
renunciado a intentar mantener un orden respecto a mis escasas prendas.
Tampoco se
puede decir que me cueste mucho encontrar lo que quiero ponerme entre mi ropa…
aunque claro, eso era cuando era mi ropa. Un vaquero, tres camisetas, dos
sudaderas, la gabardina, un par de mallas, las botas y algunas prendas interiores. Aquello era lo que yo solía ponerme, antes de que mis padres de acogida decidieran
que parecía una mendiga y llenasen mi armario con pantalones chinos y jerséis de
colores pastel.
Vale, he de
reconocer que esta es la mejor casa en la que he estado hasta ahora. Pero eso
no lo hace menos frustrante.
-¡Vamos! –
mascullo, mientras lanzo una mirada rápida a la esfera de mi reloj de muñeca. Está
tirado junto a la pata de la cama, pero puedo ver perfectamente la posición de
las agujas; las doce menos veinte.
No tengo
tiempo.
Al fin
atisbo el brillo cálido del cuero. La gabardina de mi padre está hecha una bola
en una esquina del armario, pero cuando la estiro y sacudo el olor familiar a
cuero curtido y viejo y a humo me envuelve como una vieja manta y me hace
recobrar la calma por unos instantes. Me la pongo encima de las mallas de
correr y la camiseta bien ceñida que he elegido para la salida nocturna, y rápidamente
hago inventario del contenido de los bolsillos; los interiores contienen una
pequeña hoz de plata sobre el corazón, un bote de sal sobre el pecho
derecho, un saquillo de piedras con runas talladas sobre los riñones, unos
cuantos cuchillos arrojadizos repartidos en el tórax y uno en la manga
izquierda. Papá nunca escatimó a la hora de llevar armas, siempre que fueran
ligeras; él y yo tenemos exactamente la misma complexión, o eso solía decir
mamá. De cualquier modo ya no importa.
En el
bolsillo derecho tengo un par de guantes de cuero y una cuchilla de afeitar,
por si fuera imperativo que me hiciera algún corte; en el izquierdo hay una
pequeña bolsita de plástico. No puedo evitar sonreír, porque sé exactamente lo que
contiene.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 1”:
no debería comer tantos dientes de ajo en salmuera. Bueno… en realidad es un
revuelto de dientes de ajo, cebollitas y aceitunas negras, un potingue pringoso
que pica una barbaridad y por lo que tengo entendido deja un aliento repulsivo;
pero a mamá le gustaba. Es una de esas tonterías que no puedo evitar.
Y además
está muy bueno, qué demonios.
Saco la
bolsita y pesco una aceituna negra; al fin y al cabo, la salmuera conserva,
¿no? No creo que me vaya a poner enferma por esto. Y aunque me ponga enferma,
con la tontería mayúscula que voy a hacer esta noche acabará por no importar. No
creo que viva tanto como para que la mísera oliva negra que acabo de tomar me
provoque una diarrea. O lo que sea que cause la salmuera en mal estado.
Me agacho,
cojo el reloj de pulsera, me pongo las botas militares, aprieto bien los
cordones y me dirijo a la puerta de dos rápidas zancadas. Cuando estoy a punto
de aferrar el pomo de la puerta, me detengo, la mano a pocos centímetros del
picaporte.
Esta es con mucho la mejor casa de acogida en la
que jamás he estado. No me recuerdan cada poco tiempo que debería estar
agradecida por cada migaja que me dan. No me reprochan mis problemas con los
estudios. No maldicen cada poco a mi padre ausente y mi madre toxicómana. No parecen
preguntarse si me pareceré a ellos.
Si salgo
ahora delante de sus narices, y vestida con esta ropa, y con todo lo que llevo
en los bolsillos…
Suspiro. Le
he cogido cariño a este par de viejos, qué demonios. Y además no quiero
discutir antes de una buena pelea.
Así que me
doy la vuelta y abro la ventana con cuidado. Vivimos en un séptimo piso, pero hay
una escalera de incendios que recorre todos los balcones. Siempre puedo decir
que iba a una fiesta de disfraces o algo así. Tengo oído que las chicas
normales se escapan de casa para este tipo de cosas.
Aprieto los
dientes mientras me siento en el alféizar de la ventana y voy bajando los pies
hasta tocar la cornisa con la punta de los dedos. Con cuidado, con mucho
cuidado, voy desplazándome de lado hasta que alcanzo el balcón del cuarto de
mis padres de acogida. Con un poco de suerte estarán en el salón y no se darán
cuenta de lo que estoy haciendo.
Bueno, o
con mucha suerte.
Sin embargo,
esta noche la luna está de mi parte y los viejos están viendo algún culebrón en
el salón. Siento un extraño alivio al pensar que no tendré que dejar esta casa
esta noche.
Aunque si
sobrevivo, me va a tocar hacerlo de todos modos.
Del balcón
del primer piso al suelo no hay escalera; está plegada y no me imagino el ruido
que hará desplegarla, así que hago este último tramo de un salto, pues apenas
son dos metros… bueno, dos metros y un poquito, pero no importa en realidad. Aterrizo
sobre las puntas de los pies y ruedo sobre el costado izquierdo para amortiguar
el golpe, y me pongo en pie muy rápido haciendo un rápido gesto con la cabeza
hacia la izquierda para apartarme el pelo de la cara.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 2”:
debería cortarme el pelo.
Hasta donde
yo sé, lo del pelo corto era un problema para las mujeres de mi clase hasta
hace no tanto, pero a día de hoy ya podría llevar el corte que quisiera sin que
nadie me acusase de nada. Sin embargo, me veo incapaz de hacerlo. A papá le
gustaba mi pelo, recuerdo que se burlaba de mamá diciendo que yo había heredado
su pelo y no el de ella. No puedo decir que una melena castaña y lacia, color
ratón, sea exactamente preciosa; los negros bucles de mi madre eran mucho más
bonitos. Pero a papá le gustaba.
Las cosas
que importan nunca son las que deberían importar, ¿verdad?
Rápidamente
me hago una trenza en la nuca y la enrosco en torno a mi cabeza. Puede parecer
un peinado pasado de moda o absurdo, pero es más útil que una trenza suelta que
cualquiera podría agarrar o un moño en lo alto del cráneo que afecte mínimamente
a mi equilibrio. El pelo pesa. Mamá siempre lo tenía muy en cuenta.
Reviso la
hora una vez más; tengo la manía de llevar la esfera del reloj en la cara
interna de la muñeca, un gesto que nadie comprende y realmente yo tampoco. Supongo
que me gusta guardar bien mis secretos. Es un poco irracional. Supongo que
muchas de mis costumbres lo son, manías heredadas de papá y mamá.
Pensando con
lógica, debería decirme que a ellos no les sirvieron para sobrevivir… pero los
mantuvieron con vida mucho tiempo, ¿no?
Doce y
cinco. Hasta las tres de la mañana aún tengo tiempo… tiempo para recorrer la
ciudad y encontrar el Círculo. Tiempo para prepararme, también. Escudriño la
luna; cuarto creciente. Era buena para… ¿para qué? A veces me pregunto por qué
no escuchaba con más atención. Mamá siempre dijo que era culpa de papá, y papá
siempre dijo que era demasiado pequeña para tanta tontería. Aunque ella decía
que había empezado a entrenarse de mucho más pequeña…
Doce y
ocho. No tengo tiempo. Cuarto creciente, ciclo de tempestad. Necesito… necesito
runas, obviamente. ¿Qué runas? Rápido. No las recuerdo bien. Tanteo en el
bolsillo cosido a la espalda del abrigo, sobre los riñones – cosido por mamá,
con todo el cuidado del mundo, porque a papá le gustaban los bolsillos
secretos. Extraigo el saquillo de runas, las dejo caer sobre mi palma mientras
las miro frenéticamente. Casi se desdibujan ante mis ojos.
Doce y
diez. Date prisa, idiota. Hay una que parece una lanza y que tenía nombre que
empezaba por “T”. ¿Realmente importa si no puedo recordar los nombres? Creo que
es más importante la intención. Mamá era impaciente e inconstante y me habría
regañado, pero creo que papá me hubiera dicho que me atreviese a probar. ¿Por
qué no?
Devuelvo
las piedras a su bolsita, saco la cuchilla de afeitar y me dibujo la runa en el
dorso de la mano izquierda, con sangre. Nunca he tenido el pulso que tenía
mamá, creo que me asusta hacerme heridas, pero aún así es bien reconocible.
¡Tyr! Así se llamaba. Tyr es para la guerra y para atacar. Tyr, el guerrero. Está
bien, ¿y para defenderme? Miro las runas dibujadas otra vez. Dos palitos
paralelos, el derecho más largo que el izquierdo, y una línea horizontal
uniendo ambos. No recuerdo su nombre, pero representaba un toro y la fuerza. Supongo
que más o menos podría servir.
Asiento para
mí. Esto va a ser más difícil, pero el dibujo es fácil y lo trazo rápidamente
sobre el dorso de mi mano derecha. Soy más o menos ambidiestra, o eso intentó
mamá. Era importante que pudiera dibujar todo.
Ahora viene
lo más difícil. ¿Hora? Doce y veinticinco, vale. Me ha llevado más tiempo del
que pensaba, pero no importa. Si me pongo nerviosa todo será peor. Vuelvo a
mirar las piedrecitas. ¿Qué debería elegir para pasar desapercibida? Aparte de
unos ojos cenagosos, un pelo lacio y castaño ratón, una estatura mínima y una
delgadez y palidez enfermizas…
Hay una que
parece una “B” muy puntiaguda. Recuerdo su nombre, biaryán o algo así. Mamá la
utilizaba cuando quería ver cosas con más claridad. Papá invertía las runas
para que tuvieran el efecto contrario. Esta servirá. Cierro los ojos, aprieto
mucho los dientes y me dibujo una “B” invertida y puntiaguda entre mis pechos
casi inexistentes, sobre el esternón. Cuando me atrevo a mirar, parpadeando
mucho para contener las lágrimas, no puedo evitar sonreír levemente. A la luz
de las farolas, el dibujo de la runa invertida es claro y preciso, y casi
brilla. Lo mismo ocurre con los cortes en el dorso de las manos.
Mamá estaría
orgullosa.
Aprieto los
dientes, me subo el cuello de la camiseta. No llevo sujetador, no tengo pecho
como para tanto y además sería un maldito estorbo como tuviera que pelear en
condiciones. Acaricio la hoz en el bolsillo sobre el corazón; para mamá
tenía mucho significado. Devuelvo las runas a su bolsillo, la cuchilla al suyo.
Saco mi bolsita de plástico y me meto un diente de ajo en la boca. El picor me
calma lo suficiente como para decidir mi siguiente paso.
Una menos
veinticinco. Tengo más de dos horas para encontrar el Círculo, aunque si lo
hago antes todo será mucho mejor. Me cierro la gabardina y dedico una última
mirada a la luna, pidiéndole que no sea demasiado tarde.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 3”:
no debería involucrarme. Mamá siempre lo dijo, “no te involucres”. Esa era la
máxima. Puede pasar lo que pase ahí fuera, pueden combatir, enfrentarse unos a
otros, maquinar, planear hacerse con el mundo entero. Pero yo no debo. Yo debo
centrarme en sobrevivir.
Suspiro
mientras echo a andar rápidamente calle arriba, acariciándome suavemente con un
dedo la cicatriz circular que tengo entre las cejas, centrándome en ver con
claridad el mundo a mi alrededor. En ver más allá de lo que ven las criaturas
normales.
–
Perdóname, mamá – murmuro, mientras siento un tirón sobre el esternón que me
conduce inexorablemente hacia el lugar donde seguramente esté el Círculo –. Pero
esto es culpa tuya. Si no me hubieras dejado sola…
Sigo caminando
todo lo rápido que puedo, tratando de no mirar atrás. No debería involucrarme. Pero
si no me involucro, él morirá. Si no me involucro, quien sabe lo que podría
pasar.
Si no me
involucro, me arrepentiré para siempre.
A veces me
pregunto si mamá sabía realmente en qué me estaba metiendo cuando me empezó a
contar todas aquellas cosas.