domingo, 30 de septiembre de 2012

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Otoño. 
Hojas suicidas, olor a humo y a lluvia, cristales empañados de vaho y manos frías.
El otoño es una época de cambio, y lo dice una criatura en perenne revolución. El otoño invita a quedarse en casa, acurrucados en torno a un fuego caliente y con aroma a hogar, a frotarse las palmas y a comer algo calentito, castañas y chocolate, suelen decir las abuelas. El otoño invita a despedirse del verano y a prepararse para el invierno; el otoño es un nostálgico empedernido.
Pero, por algún extraño motivo, el otoño y el verano no consiguen distanciarse como deberían. Aún quedan coletazos de estío abriéndose camino entre las lluvias y las primeras nieblas, tardes de sol radiante que hacen brillar esmeralda la hierba aún mojada.
Esas tardes se van ahogando, van desapareciendo, se pierden entre la lluvia y las nubes. Después, solo queda el frío. 
Más tarde llega la escarcha.
Pero el otoño aún no ha pasado, aún estamos entre lluvias rápidas y coletazos de sol, y aún hay tiempo para la melancolía, esa alegría agridulce que te hace sentir sumergido en agua caliente aunque estés empapado. La melancolía de los paseos con paraguas, cuando la tibieza reinante aún permite no llevar guantes. La melancolía de las hojas lanzándose en un suicidio colectivo desde lo más alto de las ramas de los árboles, que se sacuden el verano para su largo sueño de invierno. La melancolía de la música leve, las noches cada vez más largas.
Sí.
El otoño está hecho para la dulce melancolía del verano, y yo soy una melancólica empedernida.


miércoles, 19 de septiembre de 2012

Apocalypse IV





  Orión dirigía la mirada hacia Dan, aunque no tenía claro que ella se la devolviese. Sus ojos de color del oro viejo estaban iluminados por el reflejo de la luz de la mañana, en un semicírculo aún más dorado que rodeaba su iris; pero no dejaban ver ni una pizca de consciencia.
Ella hizo un movimiento lento, perezoso, y Orión se sobresaltó. Con lágrimas brotando en sus ojos se llevó rápidamente la mira del rifle junto a su ojo derecho, apuntando a la cabeza de su amiga con manos temblorosas. Ella, al no poder llevarse la mano a la boca, dio un tirón a las cuerdas y a las manos de Nilo, que estaba tirado a su lado, como un fardo muerto. 
«Tengo que hacerlo,» se susurró Orión, sintiendo una enorme y ardiente esfera de fuego, miedo y culpa condensándose en su estómago. Cuando ella abrió la boca todo lo que sus mandíbulas la permitían exhaló un gemido estremecedor, y él aferró su rifle como si fuera lo único que quedaba de su triste vida. Ella al fin se espabiló un poco, y tuvo que reprimir el tremendo bostezo para hablarle:
– Cabrón, ¡que no estoy muerta!
– Pero como sigas tocando las narices tú lo estarás en breves, Orión – Nilo se había tumbado de medio lado, con los ojos apenas abiertos; tenía cara de pocos amigos y ganas de dormir más.
Orión dejó el rifle en el banco de herramientas y entre carcajadas corrió a tirarse sobre sus amigos, sin hacer caso de la expresión de Nilo. Les abrazó a ambos, y después, a ella le revolvió aún más el pelo corto, y a él le dedicó un puñetazo amistoso en el pecho. Eran unos cabronazos, unos cabronazos con suerte. Ellos le devolvieron los gestos, sonrieron y se besaron mientras Orión gritaba:
– ¡Están vivos!
Uno a uno, el resto del grupo fue saliendo del salón-comedor, para encontrarse con sus dos compañeros casi-zombies. El primero fue Lykaios, que no pudo reprimir una amplia sonrisa al reunirse con ellos. Estaba espabilado, y llevaba puestos sus vaqueros negros, como siempre. 
Después entró Damián, aún en pijama y con la misma cara de sueño que Nilo, y los apretados rizos apenas perturbados por haber pasado toda la noche contra la almohada. Lena le seguía, dándole empujoncitos con su amistosa expresión de "anda que no duerme este chico". Todos expresaron su satisfacción al ver a sus amigos vivos. Les abrazaron, les dieron palmadas en la espalda. Era una escena idílica, pero en ella había algo que fallaba... 
–¿Qué, hoy tampoco le tocaba la guardia a nadie? –  soltó Nilo hacia el techo, justo después de dejarse caer de nuevo en el jergón.
– A mí no  –  dijo Lena.
– Ni... -Damián bostezó –... a mí.
– A nosotros desde luego que no –  añadió Dan, acariciando el pelo encrespado de Nilo.
Orión negó con la cabeza instintiva y tímidamente. Quizá sí la debía haber hecho él... Se le pasó por la cabeza admitirlo, pero no lo tenía claro. Además, sería mejor que las culpas se las echaran los unos a los otros.
Para su alivio, todos se encogieron de hombros y dejaron pasar el tema. El hecho de que la pareja siguiera viva había sustituido sus ganas de pelea por una alegría que hacía tiempo que no sentían. Tetas, si hasta Lykaios el impasible estaba sonriendo como un niño.
Aún con las sonrisas en la cara, se pusieron en movimiento. Lo primero fue echar un vistazo a todo el perímetro de la finca, para joder bien a los zombies que se hubieran acercado durante esta noche sin vigilante. Su número era alarmante. Orión ya había avisado de la presencia de dos de ellos a Lena y su ballesta cuando Damián les llamó desde a otra punta de la finca.
Al llegar, Orión vio cómo sus compañeros se reunían en torno a un punto de la verja, como cuando la zorrilla esa se les presentó herida... pero todos aguardaban a más distancia de la valla. Ahí, al otro lado, había una figura conocida y extraña. Era esa chica tonta, Paula, que se aferraba a la verja con dedos que ahora parecían más afilados. Su boca estaba demasiado abierta, exhalando sonidos estremecedores, goteando de una maloliente mezcla de sangre, bilis y saliva. Parecía que los zombis no la habían tocado. Salvo... salvo por ese mordisco bajo el pecho derecho. Joder, tenía unas buenas tetas, pero ahora sólo se podía mirar a ese hoyo en su carne... se le veían las costillas.
A Orión le vino una arcada. Y otra, y luego otra. Los no-muertos cualquiera eran fáciles de soportar, de ver como simples cuerpos... Pero si se había visto a la persona viva, era aún más repugnante, muchísimo más. Siempre se venía a la cabeza la diferencia entre la piel cálida y suave de antes a la pútrida y muerta de la zombificación, la pregunta de qué habría pasado durante el cambio. Y se erizaba el vello, y daban ganas de vomitar. Pero esta vez Orión pudo reprimirlas y acercarse más. Llegó a tiempo de escuchar la voz de Dan, algo temblorosa, pero decidida.
– Déjame a mí –  dijo, mientras indicaba con un gesto a Lena que bajara su ballesta – , se lo debo, por lo de los gatos. Si no fuera por ella podríamos haber acabado todos así… y yo soy la que más tiempo pasa con Jackie, la que más probablemente se hubiera contagiado.
Encajó una pequeña saeta en su ballesta y tensó la cuerda con ayuda de la palanca, usando su tórax como punto de apoyo. Apuntó con la mira telescópica, aunque la distancia era mínima; soltó el seguro, murmuró un "gracias" y disparó. Con un discreto silbido la energía de la cuerda hizo que la flecha saliera disparada, y casi instantáneamente el cráneo de la zombie se quebró, dejándola tendida en el suelo, por fin inmóvil.
Se hizo un breve silencio contemplativo. Dan miraba fijamente al cadáver, con una mezcla de miedo y culpa en la cara. Lykaios y Lena esperaban con parecida impasibilidad, y Damián miraba alternativamente a sus compañeros, quizá preguntándose cómo había acabado metido en todo esto. Orión movía la cabeza lentamente, de izquierda a derecha, rogando a quien fuera que estuviera ahí arriba de que aquello no estuviera pasando. Su ensimismamiento cesó con las palabras de Nilo.
– No podemos volver a hacer esto
Damián le miró confundido, Orión creyó haberlo entendido.
–¿El qué? – se atrevió a preguntar Dan, aún con la mirada perdida en la frente quebrada de Paula.
– No... –  él no tenía muy claro lo que iba a decir – . Esto no es...
Orión empezó a ponerse nervioso. No estaba acostumbrado a que Nilo se trabara tanto, aunque parecía que Dan sí. El chico de ojos casi negros juntó los dedos de su mano derecha, buscando la palabra adecuada.
– No es piadoso, es cruel –  concluyó, al fin –. La habríamos ayudado más acabando con ella antes, y no dejando que se transformara... en eso.
– Pero aún era humana, ¡Somos supervivientes, no asesinos! –  Orión no concebía cómo podía siquiera pensar en matar a un ser humano inocente, a sangre fría.
– No es bonito... pero hay que reconocer que hubiera sido mejor para ella –  Lena habló con voz monótona, estaba perdida entre sus propios pensamientos.
– Pero... –  el chico de la camisa militar no sabía cómo responder. Había sido criado por los valores que se exaltaban en las películas americanas, y ese respeto por la vida era lo que de verdad importaba para él. Era su identidad como superviviente, lo último a lo que aferrarse.
– Orión, creo que Nilo tiene razón. ¿No imaginas lo que ha tenido que pasar hasta llegar de nuevo junto a esta verja? –  Dan, su mejor amiga, señaló al cadáver de forma cruel. Cada vez apestaba más.
Damián se encogió de hombros falsamente, dando a entender que tenía una opinión al respecto, pero que no quería pronunciarse. Lykaios parecía no tener ningún tipo de inclinación, aunque eso era lo habitual. Orión agachó la cabeza y apretó los puños, tratando de aceptar la realidad que le presentaban sus compañeros. Era demasiado inhumano, demasiado cruel. Aunque en su situación desechar un poco de humanidad quizá estuviera impuesto para quienes quisieran seguir con vida.
Pronto volvieron a ponerse en marcha. Acabaron con el resto de los zombies y quemaron los cadáveres. Doce en total, mucho más que los que solían eliminar las noches del mes pasado. Aquello empezaba a no ser seguro.
Con una pena terrible, decidieron acabar con todos los gatos. Desde el principio tuvieron claro que no eran mascotas, que no debían cogerles cariño. Orión creyó haberlo conseguido, pero al verse obligado a cazarlos sin piedad tuvo que reprimir alguna que otra lágrima. El sol comenzaba a abrasar, pero aún más lo hacía la tristeza de tener que acabar con los animalillos que les habían acompañado todo este tiempo. Aquel no estaba siendo un buen día. Hacía tiempo que no tenían uno bueno.

Despertó en plena noche, con la respiración agitada como si acabase de correr veinte kilómetros. Dan se incorporó lentamente y miró a su alrededor, tratando de tranquilizarse. No sabía que la había despertado, pero dejó de importar cuando vio que los demás también habían abierto los ojos y se miraban unos a otros, con un funesto presentimiento escrito en la mirada.
– ¿Qué coño...? – comenzó a preguntar Orión, pero de pronto todos volvieron a escuchar lo que los había despertado; un estampido tenue, apenas nada, que se notaba más en la vibración que en el ruido en sí mismo.
Todos reconocieron al segundo el sonido de un arma con silenciador, y se pusieron en pie, moviéndose frenéticamente. Lena estaba de guardia, sola en el exterior, y alguien estaba disparando. Los zombies no usaban herramientas; obviamente, eran humanos, y no humanos amigables.
Dan ya sospechaba que, tarde o temprano, la sociedad escindida acabaría por convertirse en simplemente una serie de grupos aliados entre sí, en los que primaría la ley del más fuerte. Nilo compartía su teoría, y los dos sabían que no estaban preparados para enfrentarse a humanos armados. Por eso ambos se detuvieron unos segundos a pertrecharse bien, y lo mismo hicieron los demás. Lykaios, con la determinación escrita en su normalmente adusto rostro, amartilló y preparó su fusil.
–Voy a subir al tejado. 
Salieron uno a uno, pisando con delicadeza sobre la suela de goma de sus botas de montaña y aferrando bien sus armas. Lykaios subió al tejado por la parte trasera, y Nilo, Dan y Damián fueron hacia la verja principal pegados a las encinas, tratando de esconderse en las sombras, mientras Orión los cubría desde la puerta de la nave.
A la tenue luz de la luna, Dan vio el cuerpo yacente de Lena, a pocos pasos de la verja. En la puerta había varias siluetas oscuras; la muchacha contó al menos cuatro, pero no podía estar segura. Sentía el peso tranquilizador del martillo y el hacha contra los riñones, pero los desconocidos tenían armas de fuego. Nilo, a su derecha, sacó la ballesta y comenzó a cargarla; tenía mejor puntería que Dan. La muchacha confiaba que la saeta alcanzase y derribase al menos a uno de los asaltantes, y que aquello incitase a Lykaios y a Orión a disparar. Si conseguían eliminar al menos a tres de los hombres, tendrían más posibilidades de salir con vida del encuentro.
Lena yacía en el suelo, totalmente inmóvil. A pesar de que al ser de noche no era fácil percibir nada, Dan creyó ver una mancha de oscura humedad en su vientre; si tenía un tiro en el estómago, ni todos los conocimientos de curandera de Dan podrían salvarle la vida.
–No estés muerta, por favor – masculló entre dientes la chica, y tanteó el mango rugoso de su hacha hasta sacarla del cinturón que había confeccionado ella misma a fin de sujetarla. Era tranquilizador sentir aquel peso en la mano, aquella prolongación de su brazo.
Nilo apoyó la ballesta contra su hombro y acercó el ojo a la mira. Siguiendo la dirección del cañón, Dan calculó que quería disparar al cuello o a la cabeza del hombre que se afanaba en forzar el candando que cerraba la verja; el chico quería un tiro mortal, acabar cuanto antes.
La saeta surcó el aire con un leve silbido, y un crujido sordo indicó a Dan que había tocado y roto al menos un hueso. El hombre se desplomó como un saco, y los muchachos vieron que los otros empuñaban sus armas, buscando el origen del ataque y prestos para disparar. Antes de que pudieran hacer nada, un suave estallido indicó a Dan que su letal hermanito acababa de entrar en acción; para su sorpresa, no una si no dos figuras cayeron derribadas, aunque la chica no alcanzó a oír el segundo disparo.
Una traca de estampidos rompió el tenso silencio, mientras Orión descargaba una ráfaga de su fusil sobre los dos atacantes que aún quedaban en pie. 
Antes incluso de que los hombres se derrumbasen, el gruñido bronco de un motor indicó a Dan que había al menos un hombre más, y que estaba al volante de un vehículo. La chica comenzó a gritar una advertencia, pero antes de que pudiera acabar la primera palabra, un todoterreno pasó pobre los cadáveres de los asaltantes y se estrelló contra la verja, que salió despedida y cayó sobre Lena, que seguía inmóvil en el suelo.
Dan recuperó la voz justo a tiempo para gritar;
– ¡Dispara, Lyk!
Su hermano no había esperado a la orden. Tres balas abandonaron su fusil en rápida sucesión, en tanto que del de Orión salía otra ráfaga que reventó el radiador y los neumáticos. El vehículo se detuvo a pocos centímetros de la puerta, mientras el único asaltante superviviente se retorcía entre agónicos bramidos en su interior.
Nilo, Dan y Damián corrieron hacia Lena, sin preocuparse de lo que ocurriera con el vehículo. Con rápidos y precisos movimientos, los dos muchachos retiraron la verja y Dan se dejó caer de rodillas junto a Lena. Respiró hondo un segundo, para serenarse; su abuela le había enseñado que una buena curandera jamás está nerviosa al atender a un herido, jamás se deja llevar por el pánico. Con entrenada facilidad, Dánae se sumergió en un frío estado cerebral que le permitía ver a su amiga como un cuerpo que había que reparar, y nada más.
Libre de la carga emocional, las fuertes manos de la muchacha palparon el torso de Lena, buscando la herida que le provocaba la pérdida de sangre. Sorprendida, comprobó que su vientre estaba empapado en sangre, pero ileso. Cuando iba a apartarse el brazo que la joven apretaba contra el costado, Lena abrió un ojo.
– Pensé que sería mejor que me dieran por muerta   jadeó, con una torva sonrisa –. Puse el brazo contra el pecho para que pensasen que me habían dado y no disparasen dos veces.
Dánae le respondió con una sonrisa serena y tranquilizadora.
– Está bien, Lena. Muy bien pensado.
Lena volvió a cerrar el único ojo que había abierto, y Dánae se desanudó el pañuelo de la frente para hacer un torniquete en el brazo de la joven. Tenía orificio de entrada, pero no de salida, y la joven curandera supuso que tendría que sacar la bala para evitar infecciones. Tanteando con suavidad, calculó que estaría alojada contra el cúbito del brazo derecho, y que el hueso podría estar astillado, aunque no roto. Hizo el torniquete un poco por encima del orificio, y cuando la sangre dejó de manar, tanteó la herida con los dedos; poco más podía hacer en la oscuridad. Parecía una herida limpia.
– Deberíamos llevarla dentro... – empezó a decir, algo en la expresión de Nilo la hizo callar.
De pronto, se dio cuenta de que todo estaba muy silencioso. Demasiado silencioso. Y al erguirse y apartarse de la sangre de Lena, percibió el hedor y perdió aquella serenidad que la poseía cuando curaba.
– Creo que hemos hecho demasiado ruido – masculló Damián, enarbolando su extraña maza. Dan, lívida, asintió.
– ¿Podéis entretenerlos? – preguntó, nerviosa.
– Llévatela.
Dan miró a Nilo a los ojos, angustiada, pero él parecía seguro de lo que hacía.
– Llévala a dentro, Dánae. Ponla a salvo. Nosotros iremos enseguida.
La muchacha miró hacia el hueco que había dejado la verja rota, y contó al menos seis siluetas, pero sabía que vendrían más. No había tiempo para dudar; ella era curandera, tenía que poner a salvo al herido. Se lo pedía en instinto, lo llevaba en las venas.
– No tardes – murmuró, antes de arrodillarse junto a Lena. Pasó los brazos por debajo de su cuerpo y la levantó sin apenas esfuerzo, pesaba apenas más que un niño –. Te estaré esperando.
Nilo asintió sin apartar la mirada de los zombies que se acercaban con paso lento, inexorable. Dan echó a correr, cruzándose con Orión en su carrera, que se dirigía al lugar donde pronto tendría lugar la refriega a ayudar. Apenas intercambió con él un desmañado gesto con la cabeza, y siguió corriendo, rezando entre dientes mientras rodeaba el todoterreno destrozado donde el asaltante cosido a tiros aún agonizaba, abría la puerta de la nave y se precipitaba al interior, cerrándola a sus espaldas.
No miró atrás ni una vez, porque sabía que perdería el valor. No se permitió pensar, ni sentir, ni tener miedo, mientras tendía a Lena en la mesa de la cocina y rebuscaba entre los útiles de los que disponían hasta dar con algo que le permitiera salvarle el brazo. No apartó la vista de su paciente, iluminada por la tenue luz de las velas, mientras en el exterior sonaban golpes y sordos disparos del fusil de Lykaios. Ni siquiera lo hizo cuando el alba se coló por las ventanas, cuando consiguió al fin extraer la bala y la dejó caer con un sordo golpeteo sobre la mesa.
Allí, en aquel instante, en aquel momento, Dan era Dánae, la última de su estirpe, una curandera con todas las de la ley. No podía permitirse pensar en otra cosa. Si lo hacía, se moriría de miedo.
Y el miedo de Dan podía costarle un brazo a Lena.

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Apocalypse by Mª Gumiel & Óliver Sanz is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.