domingo, 30 de septiembre de 2012

.

Otoño. 
Hojas suicidas, olor a humo y a lluvia, cristales empañados de vaho y manos frías.
El otoño es una época de cambio, y lo dice una criatura en perenne revolución. El otoño invita a quedarse en casa, acurrucados en torno a un fuego caliente y con aroma a hogar, a frotarse las palmas y a comer algo calentito, castañas y chocolate, suelen decir las abuelas. El otoño invita a despedirse del verano y a prepararse para el invierno; el otoño es un nostálgico empedernido.
Pero, por algún extraño motivo, el otoño y el verano no consiguen distanciarse como deberían. Aún quedan coletazos de estío abriéndose camino entre las lluvias y las primeras nieblas, tardes de sol radiante que hacen brillar esmeralda la hierba aún mojada.
Esas tardes se van ahogando, van desapareciendo, se pierden entre la lluvia y las nubes. Después, solo queda el frío. 
Más tarde llega la escarcha.
Pero el otoño aún no ha pasado, aún estamos entre lluvias rápidas y coletazos de sol, y aún hay tiempo para la melancolía, esa alegría agridulce que te hace sentir sumergido en agua caliente aunque estés empapado. La melancolía de los paseos con paraguas, cuando la tibieza reinante aún permite no llevar guantes. La melancolía de las hojas lanzándose en un suicidio colectivo desde lo más alto de las ramas de los árboles, que se sacuden el verano para su largo sueño de invierno. La melancolía de la música leve, las noches cada vez más largas.
Sí.
El otoño está hecho para la dulce melancolía del verano, y yo soy una melancólica empedernida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario