viernes, 12 de octubre de 2012

El Último Juego

Lunes. Veintidós grados centígrados... bajo cero. Un frío de cojones, vamos, y encima tocaba trabajar. Silver estaba de los nervios.
No era que le importase una mierda el trabajo en sí, ni mucho menos. Ni el frío, aunque sí era cierto que los altos y atezados pómulos de la joven estaban empezando a molestarle, un tanto quemados por el continuo viento. Tampoco le importaba haberse levantado doce horas antes de llevar a cabo el trabajo en sí mismo.
Lo que realmente le cabreaba, lo que le hacía hervir la sangre en las venas, era que ninguno de aquellos cabrones que la contrataban tuviera las agallas para llevar a cabo aquello por sí mismo. Era una contradicción, porque aquel pavor a su trabajo – al acto, a aquella intimidad dulce y cruel – era lo que le daba de comer, aquello era lo que permitía que Silver tuviera algo de lo que vivir.
Pero aún así los despreciaba.
 Diecisiete. Extienda los brazos. Dese la vuelta.
Silver soportó el cacheo y el escrutinio sin inmutarse. Si aquellas cosas tuvieran que ponerla nerviosa, haría tiempo que no trabajaría y habría muerto de hambre en las despiadadas calles de Nueva Iberia, la ciudad que agolpaba a los supervivientes – y por lo tanto, a los seres más ruines de aquel mundo – de lo que antaño fue una tierra próspera. 
Guerras nucleares, contaminación, todas las cosas apocalípticas que se habían previsto, y alguna más de propina. Una de ellas había sido aquel maldito ataque bacteriológico, aquello que dejó a Silver huérfana a una edad de la que no podía acordarse... y que le dejó la piel y el pelo metalizados, negro azabache y plata fundida, una exótica muchacha que fue moneda de cambio durante la mitad de su vida.
De acuerdo, pase.
Agachando la cabeza, Silver atravesó la gruesa cortina que separaba la sala común del principio del Laberinto del Juego, aquello que algunos llamaban "atracción". Una atracción poseía, aquel extraño local. Solo abría una vez al año, y los precios de entrada eran exhorbitantes. Su principal gancho era la impunidad... en todos los sentidos. Durante casi seis horas, el lugar se convertía en una orgía de sangre y muerte, una guerra sin nombre y sin objetivo en la oscuridad que no tenía más objetivo que despertar la adrenalina, y sin ningún tipo de consecuencias.
Tal era la falta de emociones en el siglo XXIII, que buscaban despertarlas con lo que fuera.
Lo que fuera.
Y Silver vivía de aquello.
–Diecinueve.
Aguzó el oído. Un presentimiento, nada más, pero Silver tenía una sensación rara en el pecho. Diecinueve, diecinueve... ¿quién estaba en la cola dos puestos por detrás de ella? La muchacha no lo recordaba.
Apartó la sensación como a un insecto molesto, y dio tres pasos hacia delante. En la primera sala del laberinto no había nada, solo un amplio espacio vacío con cortinajes a los lados, por los que se accedía al resto de habitaciones; en ellas, escondidas en recovecos del suelo, o simplemente tiradas, estaban las armas con las que los jugadores se enzarzarían en una batalla con un solo vencedor.
Un solo vencedor por sala, y luego, las puertas se abrirían. El superviviente de cada sala se enfrentaría a los demás, hasta que solo quedase uno en pie.
A Silver le pagaban por ser esa una.
Veintitrés.
El sonido estaba amortiguado, pero la chica lo percibió con toda claridad. Se giró de golpe, buscando con la mirada al hombre al que había de matar. Lo mejor sería acabar con él el primero, garantizarse la paga – pues todo quedaba grabado y era exhibido en los televisores de todo el país, para deleite de los teleespectadores – y luego centrarse en sobrevivir.
Antes de dar con el hombre que ya estaba muerto, tropezó con otra mirada. Una mirada serena, tan carente de emociones como la suya propia. Una mirada de un profundo azul que parecía prendida en el vacío, y que por un segundo quedó trabada en los ojos grises, casi plateados, de Silver. 
La muchacha frunció el entrecejo un segundo, antes de ver por fin al hombre que ya estaba muerto. Pelo negro y rizado, ojos castaños, un lunar en la mejilla izquierda, labios finos, muy, muy alto.
Silver lo reconoció al segundo. La había martirizado en las calles desde niña, metiéndose con su piel plateada, con su pelo que parecía acero negro, con sus ojos neblinosos. La rabia la invadió en cuestión de segundos; nunca, nunca en su vida, se había alegrado tanto de haber aceptado un encargo.
Él también la reconoció.
–Eh, Hojalata – saludó, seguramente sin pararse a pensar en lo que decía, sin pararse a calibrar la situación y el lugar donde estaba. Se acercó a ella de dos largas y elásticas zancadas, y revolvió su pelo casi con camaradería –. Cuánto tiempo.
–No se puede decir que lo lamente – siseó Silver. El joven soltó una risilla, posiblemente pensando que la chica estaba de broma. Los niños no suelen ser conscientes de su propia crueldad hasta que es demasiado tarde.
Le dió un puñetazo en el brazo, al estilo de los soldados, con una amplia sonrisa. Sin duda no pensó que fuera a ser una provocación.
Silver se dio la vuelta, alejándose. Cuando ya estaba a punto de escapar de él, le dio otro puñetazo, esta vez en la espalda.
Esta vez demasiado fuerte.
–Buena suerte, Hojalata. Espero matart...
Blam.
No tuvo tiempo de decir más. Silver se revolvió y le saltó encima, con la agilidad de una pantera o de un gato furioso. Un metro sesenta y cinco de chica rabiosa, apenas sesenta kilos de pura fibra y músculo que se abalanzaron sobre aquel bocazas.
Crac.
Silver estrelló la cabeza del joven contra el suelo con una fuerza descomunal, inesperada a su tamaño. Aquel capullo gritó, y gritó con tanta fuerza que a Silver le estallaron lucecitas detrás de los ojos y sintió que el grito le taladraba el cráneo.
Crac.
Crac.
Crac.
Continuó estampando la cabeza del chico contra el suelo, una y otra vez, hasta que a duras penas lograba sostener aquel amasijo de sesos y huesos entre los dedos. No se detuvo ni siquiera cuando dejó de gritar, pues ella continuaba oyendo aquel estremecedor grito en su cabeza.
Crac.
Acabó con un último crujido sordo, viscoso. Se puso en pie sacudiendo las manos en el aire, salpicando de sangre y sesos a todos los que la rodeaban. Todos los que la observaban con los ojos desorbitados, la mirada perdida.
Se lamió los dedos, solo para darles algo con lo que murmurar durante los últimos minutos de su vida.
Acababa de dibujarse una diana en la espalda, y lo sabía. Sabía que ahora todos la atacarían a ella, porque era la más peligrosa, porque solo matándola lograrían tener una remota oportunidad de salir con vida de allí.
Pero Silver ya traía la diana de la calle. Ella era tres veces – consecutivas – campeona del Juego, vencedora indiscutible. Matar a aquel imbécil incluso antes de que comenzara la partida no hacía si no darle más dramatismo al tema, acelerar los acontecimientos.
Si aquello salía bien, Silver no tendría que volver a participar en el Juego para sobrevivir.
Aunque aquello había pensado la última vez.
Y la anterior.
Y la primera...
En una vida tan vacía como la suya, la adrenalina siempre terminaba imponiéndose, tratando de atrapar todo. Y Silver se dejaba seducir.
Miró a todos los que la rodeaban con una sonrisa demente.
–Espero que haya cámaras aquí fuera.

La sirena destrozó el silencio del laberinto con un aullido ensordecedor, y las luces de la primera sala se apagaron. Silver sabía que aquel era el momento en el que los que no tenían madera se quedaban inmóviles, aterrados, dándose cuenta por vez primera de en qué se habían metido, de que aquello les iba a costar la vida.
A Silver, aquello no le había pasado nunca. Ella no estimaba tanto su vida como para tener miedo.
Debía correr en la oscuridad hacia una de las salas, y encontrar un arma. Y deprisa. Si cuando las luces se encendieran no tenía una... bueno, no estaría perdida, pero lo tendría muy, muy difícil.
Así que corrió. Bloqueó aquella parte de su cerebro que la hacía racional, humana, y se convirtió solo en instinto. Una bola de rabia ansiosa por sobrevivir. Así la verían las cámaras de infrarrojos.
Así era ella.
Tropezó con alguien en su carrera, pero no se detuvo a pensar mucho. Ni siquiera necesitó tantear demasiado; encontró la cabeza, y la base del cuello, y en cuestión de segundos el delicado cordón que llevaba la vida de aquella persona estaba roto y Silver corría en la oscuridad, en línea recta, buscando la cortina.
La atravesó agachada, como un rayo, y cayó con un chapoteo. 
Había ido a parar a una sala con luz ultravioleta, casi en penumbra. El suelo estaba cubierto por una capa de agua de unos dos palmos de altura, suficiente para ahogar a una persona si no conseguía un arma. 
Tuvo suerte. Había un martillo apenas dos metros más allá de donde Silver se encontraba, y corrió hacia él como alma que lleva el diablo, sin ver que otra persona hacía lo mismo. El agua ralentizó los movimientos de las dos, y las mujeres se encontraron; una morena, salvaje, joven y rabiosa, y una rubia madura y bella, de marcadas curvas, tan deseable como aterradora la otra. Chocaron en un amasijo de brazos y piernas, y los nervudos brazos de Silver ganaron la batalla, atenazando el cuello de la mujer y asfixiándola poco a poco.
La cortina se movía, y la morena se dio cuenta de que no tenía tiempo de ahogar a su presa. Con un bufido de fastidio, la lanzó lejos de ella, sobre el agua, y se abalanzó sobre el martillo. Para su sorpresa, parecía ser la única arma de la sala; no podía creer su buena suerte. Se irguió en el agua, aferrándolo firmemente entre sus dedos.
Lo demás fue historia.
Hundió el tabique nasal de la rubia en su propio cerebro con un golpe bien dirigido de los nudillos. Reventó dos cabezas como melones maduros, y dejó a una cuarta víctima tendida en el agua, con el cuello roto, parapléjico, incapaz de levantarse, ahogándose lentamente.
Entonces entró él.
–Diecinueve – masculló Silver para sí. Bajo los focos ultravioletas, aquellos ojos parecían incluso más azules, y la chica sintió que algo extraño despertaba dentro de ella.
Enarboló el martillo, decidida a acabar con aquello. "Vete al infierno," iba a gritarle, cuando se sorprendió pronunciando otras palabras.
–Vete.
El joven de los ojos azules la miró, entrecerrando los ojos. Silver entornó los suyos también, amenazadora.
–Esta es mi sala. Soy la última. Vete o te mataré.
El chico le sostuvo la mirada unos segundos más antes de darse la vuelta y salir.
Silver se dejó caer de rodillas en el agua. Soltó el martillo. Agachó la cabeza para que el pelo le tapara la cara, y se cubrió el rostro con las manos.
Dejó escapar un tenue sollozo.

La segunda sirena avisó a Silver de que había llegado la hora de combatir.
Nadie había vuelto a entrar en la sala. La muchacha suponía que Diecinueve habría dado el aviso, que nadie querría enfrentarse a ella.
Por algún motivo, no era capaz de pensar en el como si estuviera muerto. Como pensaba en todos los demás.
Miró un segundo atrás antes de salir.
"Veintiséis" pensó para sí, y atravesó la cortina.
Las luces estaban encendidas, para que las cámaras no se perdieran ni un detalle del acontecimiento. Silver hizo un rápido recuento; seis personas, contando con ella. Un hombre, alto y musculoso, de pelo negro, un muchacho joven de pelo caoba, una brutal pelirroja de casi dos metros, un chico rubio de ojos azules – "mierda, puta, no" – y un hombre negro gigantesco.
Por algún extraño motivo, era el rubio de ojos intensamente azules el que más preocupaba a Silver. 
El que más la asustaba.
Se lanzó a por él en primer lugar, con el martillo en alto. Por el rabillo del ojos vio que los otros también se enzarzaban en combates, de dos en dos. Pensó que eso simplificaría las cosas; solo le quedarían dos adversarios cuando terminase con aquel.
El joven de ojos azules paró el primer golpe con su katana, un arma de filo mortífero que Silver adoraba usar y que deseaba haber conseguido. La chica dio un salto hacia atrás, esperando el contraataque, pero este no se produjo. Rodeó al chico por la derecha, dio un salto hacia la izquierda y lanzó un golpe de nuevo por la derecha, pero el joven lo paró con la empuñadura de la katana y la empujó hacia atrás.
De nuevo, no hubo contraataque.
Aquello pronto se convirtió en una danza, una danza demasiado rápida para que unos ojos humanos pudieran seguirla, una danza que solo Silver y su extraño adversario podían ejecutar.
Y de pronto, un relámpago de acero fue demasiado rápido para el ojo de Silver e hizo saltar su martillo de su mano.
En el tiempo que dura una respiración, Silver supo que estaba muerta.
Y de pronto el chico había girado la katana y se la ofrecía, con el mango hacia la muchacha plateada, el mortífero filo apuntando a su estómago.
Algo se rompió dentro de Silver, algo muy secreto y que llevaba mucho tiempo allí. La chica no supo de qué se trataba ni como arreglarlo, solo supo que se había roto y que no tenía arreglo. Estalló en mil pedazos y la dejó con una extraña sensación de flojedad en brazos y piernas, las manos débiles, la boca seca, un extraño escozor en la garganta.
–Yo...
Alguien se abalanzó sobre ella, Silver vio un filo plateado por el rabillo del ojo. Se agachó, y durante un segundo se le pasó por la cabeza que todo lo que el muchacho de ojos azules había hecho por ella no era más que una farsa, un modo de distraerla del atacante en la oscuridad.
Un segundo después, el filo plateado se hundía en su hombro y la empujaba hacia delante, chocando contra la katana, que se hundió unos centímetros en el estómago del muchacho que acababa de ofrecerle su vida en bandeja.
–¡NO!
No fue una palabra, fue un gruñido bestial. Silver se revolvió con el filo aún clavado en su hombro, se giró y tal fue su ímpetu que arrancó el cuchillo de la mano de su agresor, quedándose clavado en su hombro izquierdo.
No tenía armas y no podía usar el brazo derecho, pero por algún motivo, nada de aquello importaba. Su mano derecha encontró en aquel rostro negro como la noche un blando globo ocular, y su índice se introdujo por el. Los dientes de Silver habían llegado de alguna manera al cuello de aquel individuo, aquel último adversario, y lo desgarraban a dentelladas.
Silver era un animal destrozado, ciego de dolor y rabia, una rabia bestial por saber que algo había acabado antes incluso de comenzar. Aquel chico, aquel hermoso chico de ojos azules le había ofrecido su vida por algo que los dos sabían que no podían tener. Había estado dispuesto a morir por algo que no llegaría a vivir.
–Serena.
Silver se volvió, vacilante. El chico de ojos azules la miraba desde el suelo, con aquellos ojos en los que la muchacha plateada podría ahogarse fijos en ella.
–¿Cómo has dicho?
–Serena – repitió el chico, con dificultad –. Serena, ya está muerto.
–Serena... – susurró la chica, mirando al inmenso negro que yacía en el suelo, destrozado. 
Solo quedaban ellos dos.
–Serena – repitió, como si acabase de salir de un sueño. A su lado, el chico de ojos azules, inmóvil e inconsciente a su lado –. Serena.
Se puso en pie y miró a su alrededor, pero no tenía a donde mirar. No había nada que ver. Tanteó su hombro izquierdo y se sacó el filo; una punta de flecha. ¿Una punta de flecha? Tenía que haber un arco.
Volvió junto a su chico de ojos azules, y se arrodilló a su lado. Desgarró sus mangas y las perneras de sus pantalones, y le hizo un torniquete lo mejor que pudo.
–Espérame, no tardaré – susurró. Sabía que estaba volviendo locos a los cámaras. ¿Iba a suicidarse? Sabía que anteriores concursantes lo habían hecho, que muchos no podían soportar matar a nadie más. 
Silver, o Serena, tampoco podía soportarlo.
Pero ella o quería morir.
No ahora.
Se hizo un torniquete en el hombro con la poca tela que le quedaba, y comprobó que podía usarlo, más o menos.
Respiró hondo.
Se sabía única y excepcional. Para sacar adelante aquello, tenía que conseguir sacar todo su potencial. Con una tremenda pérdida de sangre, una increíble presión emocional y un hombro casi inútil, tenía que lograr lo imposible.
–No te mueras, chico – susurró –. Me debes una explicación.
Cerró los ojos,  respiró hondo una vez más. Contó los latidos de su corazón.
Uno.
Dos.
Tres.
Abrió los ojos.
Serena echó a correr, tan rápido como sus bien entrenadas piernas se lo permitieron. Cogió el arco, que descansaba junto al cadáver de la monstruosa pelirroja, sacó una flecha del pecho del chico con el pelo color caoba y la montó en el arco. Apuntó a la cámara que había elegido, cuyo ángulo cubría el lugar que le interesaba.
Disparó.
La cámara estalló en una nube de chispas,y una de ellas alcanzó uno de los cortinajes, que comenzó a arder. Ni planeándolo podía haberle salido mejor. 
Se arrodilló un segundo junto al cadáver de la gigantesca pelirroja y le arrebató el cinturón a duras penas. Cuando lo tuvo en sus manos, corrió junto al cuerpo inmóvil del chico de ojos azules, y le buscó el pulso; seguía allí, débil, pero constante. Lo levantó a duras penas y se lo cargó a la espalda, como una niña jugando a los caballitos. Metió los tobillos del muchacho en su propio cinturón, y aferró su torso al de ella con el cinturón de la pelirroja.
Calculaba que los cámaras ya habrían llamado a seguridad.
Cogió la katana del chico, y al agacharse a punto estuvo de caerse; era demasiado. El dolor del hombro, el cansancio, todo.
Tenía que seguir.
Se enderezó y miró hacia atrás, hacia las llamas. Cerrando los ojos, corrió hacia ellas. La puerta estaba detrás. Silver era rápida como una sombra. Serena quería salir de allí.
Sin apenas respirar un segundo antes, se lanzó sobre las llamas.

–Serena...
–Silver.
–No. Tus padres te llamaron Serena. Eres Serena. Puedes olvidar a Silver. Ya no es necesaria.
La hermosa joven de piel plateada y pelo de acero negro apartó la mirada, escrutando el horizonte con unos ojos que parecían hechos de niebla solidificada.
–Que ya no es necesaria, es cierto. Pero, ¿olvidarla? No sería buena idea. Olvidarla significaría que puedo volver a caer en lo mismo. Y no puedo hacerlo. Necesito esto. Necesito dejarlo atrás, pero no dejar que desaparezca. Necesito vivir con ello, pero que no me condicione. Necesito... no sé. Necesito muchas cosas. ¿Es demasiado complicado?
El chico de ojos azules, profundos como la noche, unos ojos en los que Serena siempre podría ahogarse, sonrió.
Sí, es demasiado complicado. Pero te entiendo. Una vez, yo fui tú.
–Querrás decir que fuiste como yo.
Él se encogió de hombros.
–¿Hay tanta diferencia?
La chica de plata le devolvió la sonrisa, sin saber qué decir. Y se quedaron en silencio, más allá de todas las cosas, como al final de todas las historias.
Sin necesidad de palabras.


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