Hoy se
ha subido una chica triste al autobús.
Puede
parecer una descripción parca, pero no hallaría otro modo mejor de resumirlo ni
aunque viviese mil años. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le caía
sobre el hombro derecho, una trenza de ese color a medio camino entre miel y
caramelo que tantas mujeres tratan de imitar, sin conseguirlo, a base de
tintes. El flequillo le tapaba un poco la cara, y bajo él se asomaban al mundo
dos iris de un color castaño profundo, líquidos y deslumbrantes. Delineaban sus
ojos asombrosos unas espesas pestañas solo un punto más oscuras que su
cabellera, y sobre ellas se desplomaban en arco triste sus cejas elegantes. Los
ojos de la muchacha apuntaban al suelo, al igual que las comisuras de su boca;
la chica más guapa y más triste que he visto en mucho tiempo.
No he
podido evitar preocuparme por ella. Tenía rastros de maquillaje difuminado bajo
los ojos enrojecidos, como si hasta hace poco hubiera estado llorando. No
aparentaba más de quince o dieciséis años, pero destilaba una tristeza tan
profunda... hubiera querido decirle algo. Hubiera querido acercarme y
preguntarle el por qué de su melancolía, consolarla. Pero no se me dan bien
estas cosas. Al fin y al cabo, ¿qué le iba a decir? Estoy tan mal como pueda
estarlo ella. No es lógico intentar confortar a alguien cuando tú mismo te
desmoronas por dentro.
Solía
saber qué hacer en estos casos.
Ahora, apenas sé cómo mantenerme a flote yo misma.
Así que
me limité a apartar un poco la mochila raída que suelo llevar a clase, por si
quisiera sentarse a mi lado. No lo hizo. Yo me siento delante del todo, justo
detrás del conductor; hay un saliente que me permite mantener la pierna en
alto, para apoyar los libros que siempre voy leyendo. La gente no suele
sentarse tan adelante a no ser que no haya más sitios.
La
chica triste pasó de largo, y yo hice un esfuerzo por no girar la cabeza. Sería
demasiado raro. La asustaría. Me limité a subir aún más el volumen de la música
que resonaba en mis auriculares, hasta hacerme daño en los oídos. El dolor me
recuerda que estoy viva, viva, viva.
Cuando
no tienes nada a lo que aferrarte, te inventas un clavo ardiendo y te sujetas a
él. Crees que te agarras al clavo, pero en realidad lo que te sostiene es tu
propio dolor. El dolor del clavo quemando tu piel te recuerda que estás vivo.
El dolor dispara tu instinto de supervivencia.
Al
menos, yo siempre lo he visto así. Cuando no tengo nada a lo que aferrarme, me
agarro al dolor. Míralo de este modo: entre caer por un acantilado o agarrarte
a un alambre de espino y trepar, ¿qué elegirías?
En la
siguiente parada, se subió otra chica, totalmente distinta a la anterior. Diría
que era perfecta, si una Barbie fuera mi ideal de perfección. Pelo
perfectamente teñido, maquillaje perfecto, ropa impecable. Todo la delataba
como la típica mujer de éxito, salvo el diminuto piercing en la aleta de su
cincelada nariz. Y los tres de la oreja. Muy pequeños, de plata, discretos.
Como si quisiera ocultarlos.
Con un
suspiro, aparté del todo mi mochila y la dejé sentarse a mi lado. Me miró con
expresión de desdén, bueno, ¿y qué esperaba? Ya estoy acostumbrada a ese tipo
de reacciones. Si quisiera otras, no iría a clase con una sudadera raída y
negra, con los mitones ya cosidos a las mangas. Me miró juzgándome, juzgando mi
ropa descuidada, mi pelo mal recogido, mis uñas negras con el esmalte
descascarillado. Las botas militares. Lo miró todo por encima, sin llegar a ver
realmente nada más allá. Tomó su decisión respecto a mí, se sentó, y se olvidó
de mi existencia.
Como
todos.
Fuera,
rompió a nevar. Los copos golpeaban contra el parabrisas a una velocidad
sorprendente, pues al fin y al cabo vivimos en medio de un páramo y cuando el
viento sopla, lo hace con ganas. Me quedé mirando los rizos que dibujaba la
nieve en el aire, soñando despierta. Haciéndome preguntas que ya sé que no debo
hacerme.
También
me pregunté en qué momento la chica de los piercings se convirtió en la mujer
perfecta y profesional que se sentaba a mi lado.
Subí
más el volumen. La misma canción, una y otra vez, en bucle. You're gonna go
far, kid. Offspring. Una y otra vez, a todo volumen.
Si te
caes, te levantas. Me lo he repetido hasta la saciedad. Si te caes, te agarras
a lo que sea, al alambre de espino, al cristal roto, al dolor o a un recuerdo
que ya no sabes si es bueno o malo, a una promesa o a un viejo sueño. Y te
levantas.
Porque todavía estás viva. Porque mientras estés viva, significa que tienes al menos una oportunidad más. Porque te queda mucho por vivir. Porque tienes mucho que ofrecer al mundo, y muchas deudas que saldar. Muchas promesas por cumplir.
Porque todavía estás viva. Porque mientras estés viva, significa que tienes al menos una oportunidad más. Porque te queda mucho por vivir. Porque tienes mucho que ofrecer al mundo, y muchas deudas que saldar. Muchas promesas por cumplir.
Muchos
sueños que alcanzar.
La
música me hace daño en los oídos mientras escribo, mis extraños oídos, tan
sensibles para algunas cosas. Las canciones que siempre me han levantado el
ánimo. Fiddler's Green, Alestorm, The Offspring. A todo volumen. Si hay
violines, mejor.
Si te caes, te levantas. Por orgullo, por amor, por deber, por algún sueño que aún quieras cumplir. Por un lugar al que necesitas volver. Por una música que quieres volver a escuchar.
Si te caes, te levantas. Por orgullo, por amor, por deber, por algún sueño que aún quieras cumplir. Por un lugar al que necesitas volver. Por una música que quieres volver a escuchar.
Si te
caes, te levantas.
Porque
rendirse sería demasiado fácil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario