martes, 14 de enero de 2014

Phoenix | 27/02/2013

Hoy se ha subido una chica triste al autobús.
Puede parecer una descripción parca, pero no hallaría otro modo mejor de resumirlo ni aunque viviese mil años. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le caía sobre el hombro derecho, una trenza de ese color a medio camino entre miel y caramelo que tantas mujeres tratan de imitar, sin conseguirlo, a base de tintes. El flequillo le tapaba un poco la cara, y bajo él se asomaban al mundo dos iris de un color castaño profundo, líquidos y deslumbrantes. Delineaban sus ojos asombrosos unas espesas pestañas solo un punto más oscuras que su cabellera, y sobre ellas se desplomaban en arco triste sus cejas elegantes. Los ojos de la muchacha apuntaban al suelo, al igual que las comisuras de su boca; la chica más guapa y más triste que he visto en mucho tiempo.
No he podido evitar preocuparme por ella. Tenía rastros de maquillaje difuminado bajo los ojos enrojecidos, como si hasta hace poco hubiera estado llorando. No aparentaba más de quince o dieciséis años, pero destilaba una tristeza tan profunda... hubiera querido decirle algo. Hubiera querido acercarme y preguntarle el por qué de su melancolía, consolarla. Pero no se me dan bien estas cosas. Al fin y al cabo, ¿qué le iba a decir? Estoy tan mal como pueda estarlo ella. No es lógico intentar confortar a alguien cuando tú mismo te desmoronas por dentro.
Solía saber qué hacer en estos casos.
Ahora, apenas sé cómo mantenerme a flote yo misma.
Así que me limité a apartar un poco la mochila raída que suelo llevar a clase, por si quisiera sentarse a mi lado. No lo hizo. Yo me siento delante del todo, justo detrás del conductor; hay un saliente que me permite mantener la pierna en alto, para apoyar los libros que siempre voy leyendo. La gente no suele sentarse tan adelante a no ser que no haya más sitios.
La chica triste pasó de largo, y yo hice un esfuerzo por no girar la cabeza. Sería demasiado raro. La asustaría. Me limité a subir aún más el volumen de la música que resonaba en mis auriculares, hasta hacerme daño en los oídos. El dolor me recuerda que estoy viva, viva, viva. 
Cuando no tienes nada a lo que aferrarte, te inventas un clavo ardiendo y te sujetas a él. Crees que te agarras al clavo, pero en realidad lo que te sostiene es tu propio dolor. El dolor del clavo quemando tu piel te recuerda que estás vivo. El dolor dispara tu instinto de supervivencia.
Al menos, yo siempre lo he visto así. Cuando no tengo nada a lo que aferrarme, me agarro al dolor. Míralo de este modo: entre caer por un acantilado o agarrarte a un alambre de espino y trepar, ¿qué elegirías?
En la siguiente parada, se subió otra chica, totalmente distinta a la anterior. Diría que era perfecta, si una Barbie fuera mi ideal de perfección. Pelo perfectamente teñido, maquillaje perfecto, ropa impecable. Todo la delataba como la típica mujer de éxito, salvo el diminuto piercing en la aleta de su cincelada nariz. Y los tres de la oreja. Muy pequeños, de plata, discretos. Como si quisiera ocultarlos.
Con un suspiro, aparté del todo mi mochila y la dejé sentarse a mi lado. Me miró con expresión de desdén, bueno, ¿y qué esperaba? Ya estoy acostumbrada a ese tipo de reacciones. Si quisiera otras, no iría a clase con una sudadera raída y negra, con los mitones ya cosidos a las mangas. Me miró juzgándome, juzgando mi ropa descuidada, mi pelo mal recogido, mis uñas negras con el esmalte descascarillado. Las botas militares. Lo miró todo por encima, sin llegar a ver realmente nada más allá. Tomó su decisión respecto a mí, se sentó, y se olvidó de mi existencia.
Como todos.
Fuera, rompió a nevar. Los copos golpeaban contra el parabrisas a una velocidad sorprendente, pues al fin y al cabo vivimos en medio de un páramo y cuando el viento sopla, lo hace con ganas. Me quedé mirando los rizos que dibujaba la nieve en el aire, soñando despierta. Haciéndome preguntas que ya sé que no debo hacerme.
También me pregunté en qué momento la chica de los piercings se convirtió en la mujer perfecta y profesional que se sentaba a mi lado.
Subí más el volumen. La misma canción, una y otra vez, en bucle. You're gonna go far, kid. Offspring. Una y otra vez, a todo volumen. 
Si te caes, te levantas. Me lo he repetido hasta la saciedad. Si te caes, te agarras a lo que sea, al alambre de espino, al cristal roto, al dolor o a un recuerdo que ya no sabes si es bueno o malo, a una promesa o a un viejo sueño. Y te levantas.
Porque todavía estás viva. Porque mientras estés viva, significa que tienes al menos una oportunidad más. Porque te queda mucho por vivir. Porque tienes mucho que ofrecer al mundo, y muchas deudas que saldar. Muchas promesas por cumplir.
Muchos sueños que alcanzar.
La música me hace daño en los oídos mientras escribo, mis extraños oídos, tan sensibles para algunas cosas. Las canciones que siempre me han levantado el ánimo. Fiddler's Green, Alestorm, The Offspring. A todo volumen. Si hay violines, mejor.
Si te caes, te levantas. Por orgullo, por amor, por deber, por algún sueño que aún quieras cumplir. Por un lugar al que necesitas volver. Por una música que quieres volver a escuchar.
Si te caes, te levantas.

Porque rendirse sería demasiado fácil.

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