Siempre he
creído que la noche es de carboncillo y oro.
Para mí,
siempre ha sido así. Desde mi infancia, desde hace tanto tiempo que se difumina
entre las canciones de cuna y los sueños, he visto la noche como una miríada de
grises y dorados, tonos de terciopelo desplomándose unos sobre otros.
Hoy era
exactamente así. Era exactamente así mientras caminaba bajo mi paraguas
amarillo, haciendo lo que podía contra el viento y la lluvia. ¿Crees que algún
día alguien se enamorará de mí caminando bajo ese paraguas? Sería bonito. Me
pregunto cómo será que alguien te quiera, y quererle igual. Amar y ser amado a
cambio.
Al final,
la realidad pudo a las ilusiones, como siempre. El viento de la llanura no
permite llevar paraguas. Tuve que cerrarlo y guardarlo y calarme hasta los
huesos, helada contra el viento. Y aún no llevaba ni cinco minutos de paseo. Aún
no había recogido ni siquiera a Titán.
Titán es
medio metro de cruz de perro negro y afable, un amor enorme que intimida un
poco. Dos semanas al año, es todo lo que me ve, y aún así me saluda como si
fuera su persona favorita en el mundo entero. Titán y yo éramos dos pinceladas
negras en la cinta blanca del camino junto a la acequia, uno de pelaje
brillante, la otra de pelo enredado.
La noche
era un dibujo al carboncillo, sí. Reflejos dorados en el cielo, casi naranja de
contaminación lumínica. Dibujos de tinta y oro en el agua de la acequia, el
camino blanco, los álamos gris muy oscuro contra el cielo aterciopelado.
Álamos. Siempre
álamos. Siempre él. A veces me pregunto por qué me permití dejarme abrazar. Por
qué encontré un refugio entre esos brazos. Por qué… por qué dejo que esos ojos
verdes me sigan abrasando. Por qué todo parece haber cambiado en un segundo. Por qué una parte de mí está distante y sabe que así dolerá menos, y otra se niega a alejarse.
Álamos.
Y entonces
vuelvo a ver el agua. Y pienso en otros ojos, ojos grises, azul profundo. Ojos como
el mar en las tormentas. Y la tortura de siempre. La tortura de haber olvidado
el sonido de su voz. La tortura de no haber olvidado ni un matiz de aquellos
ojos.
Él con sus
ojos como un mar embravecido. Yo con mis ojos cenagosos, cambiantes como el
lecho del río. Marrón oscuro, cobrizo, casi negro… ojos como el río, sí.
Siempre fue así. Siempre fui yo a verterme en él.
Hasta que
desapareció.
Sacudo la
cabeza. Titán se sube en un tronco derribado por la tormenta, mira al horizonte.
Lo hace todos los días. Muy quieto, inmóvil, cada músculo del cuerpo en
tensión. Instintivamente, yo hago lo mismo, los dos muy juntos, mirando la
línea difusa del horizonte. El aire de la estepa, el viento que nos golpea de
cara, la lluvia, el frío. Y nosotros dos, dos estatuas inmóviles desafiando a
todo.
Me pregunto
si Titán aún recuerda cómo era ser lobo.
Yo, desde
luego, sí recuerdo cómo era ser un ángel.
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