sábado, 4 de enero de 2014

Anoche soñé que era un ángel.
Soñé que volaba. Soñé con el viento en el pelo, con la Tierra tan lejos que no importaba nada. Soñé que estaba sola en el aire, sola con el cielo sostenido por mis alas. Anoche soñé que era libre de ser lo que yo quisiera. Y bajé a la Tierra a buscarte.
Anoche soñé con nosotros bajo la lluvia. Tus ojos quemaban como si fueran el fuego que corre por tus venas, mis alas blancas extendidas en torno a nuestros cuerpos. Tan cerca, tan lejos, tan distantes y tan cercanos. Tus labios que siempre parecen pedir más, que exigen algo equivalente a todo lo que regalan.
Una espada en mis manos, larga, llameante. Manchas de sangre en mis alas blancas, tiznadas de hollín. El desafío de siempre en tu independencia salvaje, tu reticencia a rendirte. Cada centímetro de mi piel suplicando tu abrazo, las alas temblorosas, la lluvia enmascarando mis lágrimas. Mortal e inmortal, y en cambio tú eres el orgullo. Tú la arrogancia. Tú la fuerza que sostiene nuestros mundos.
Cielo y Tierra, y por debajo, el mismísimo Infierno.
Todo temblaba. Mis miembros de repente eran inamovibles, solo podía cubrirte con mis alas, darte ese refugio que rechazabas. Cielo y Tierra, y el Infierno reptando bajo nuestros pies.
Pero aquí solo estamos tú y yo.
¿Quién podría no amarte?
Tu cuerpo magnético atrayendo al mío. Mis alas temblorosas, reclamando volar de nuevo, ser libre.
Pero yo misma elegí estas cadenas. Yo misma amo estas cadenas.

Hace tiempo, éramos libres. O eso soñábamos. Nacimos de nuestra pura esencia, cada uno a su manera. El mayor fue Miguel, el hijo predilecto de Padre… o eso parecía, ¿verdad? Eso creíamos todos… pero Miguel era simplemente el más obediente, el más dispuesto a cumplir la Voluntad de Padre. El hijo favorito de nuestro Padre fue siempre Luzbel, tan hermoso, tan inteligente, tan… perfecto.
Los demás estábamos por aquí. Samyaza y Azazel, siempre juntas, siempre… muy juntas, sí. Cómplices. Azrael y Remiel, el Ángel de la Muerte y el Sanador, era lógico que se sintieran cercanos, pues sus habilidades discurren paralelas, la del uno desemboca en la de otro. Al fin y al cabo, Remi era el encargado de guiar las almas que Azrael escogía hacia el Otro Lado. Samael, el pequeño Samael, siempre en segundo, siempre mirando con los ojos muy abiertos y admirados a Luzbel. Gabriel y Rafael y su bondad innata, Ariel y Uriel, siempre guerreros y belicosos, siempre el uno pendiente de la otra. Y Camael. El Ángel de la Vida, siempre en todas partes, siempre atento a demasiadas cosas. Siempre dispuesto a molestar a Miguel y Luzbel, cuando se encontraban a escondidas en los lugares más oscuros del cielo.
Ah… y yo, claro. Segundo o décimo plano. Sin una función determinada, sin nada más que… yo misma.
Lariel. La Leona de Dios.
¿Y qué significa eso?

Significó una espada, de fuego como la de Uriel. Significó una armadura y unas alas blancas, una melena de azabache y una cierta sensación de soledad. Dejé que mi hermana Uriel me entrenase para combatir, serví bajo las órdenes de Miguel. Perdí – o gané – mucho tiempo jugando con Camael, escuché a Luzbel divagar durante horas. Siempre tan fascinante, tan… tenía tanto que decir.
Me gustaba la compañía de Remiel. El ángel de los ojos plácidos, la sonrisa fácil. Y también la de Azrael. Sus silencios hacían más fácil mi vida. Sin preguntas. Solo… solo paz.
Supongo que en eso consiste la muerte.
Yo entonces aún no lo sabía. Creía que la muerte no podría alcanzar a los inmortales. Nuestro nombre lo dice, ¿no? Inmortales. Eternos…
Así que me sentaba junto a Azrael a ver pasar las horas. Él solo se levantaba de vez en cuando, siempre en silencio, con sus alas negras como el ala de un cuervo enhiestas, las plumas erizadas. Solía acariciarme la cabeza o besarme en la frente antes de marchar a por otra alma destinada al otro mundo. Nunca dijo ni una palabra.
¿Es que acaso eran necesarias?
Luego vino lo de Lilith.

Nunca entendimos aquello. Uriel, Samyaza, Azazel y yo. Contemplando, dudando. Los ángeles femeninos del Cielo no comprendimos por qué era tan terrible que ella no quisiera supeditarse a él.
“Son humanos” dijo Luzbel, con tono de infinito desprecio. “Ellos no valen nada, y ellas tampoco. Son solo recipiente de esos seres de barro. Vosotras sois sangre angélica. Vosotras sois linaje inmortal”.
Nos consoló, al menos en parte. Samy y Azazel parecían descontentas, pero Uriel nunca se hizo demasiadas preguntas y yo… yo solo quería volver a la roca, practicar con la espada, mirar el horizonte con Azrael. Las palabras de Remiel, o incluso algún juego estúpido y maravilloso con Camael.
Pero no hubo más. Lilith fue desterrada y desapareció, y Padre y Luzbel comenzaron su disputa. Nunca acabamos de saber qué estaba ocurriendo allí, solo que quien pagó el precio de aquel desastre fue el corazón de Miguel.
“Enfréntate a los que se me han rebelado, tráeme a Luzbel encadenado y haz que vuelva a postrarse ante mí”.
Miguel jamás había desobedecido una orden de Padre… ¿cómo podría siquiera tocar una pluma de aquel al que amaba? ¿Cómo desobedecer a Padre? Le vimos partirse por la mitad en el mismo momento que partió a atrapar a su amante.
Me gustaría decir que fui con él, que luché a su lado. Que fui una buena hija y obedecí las órdenes de Padre, con la espada en la mano y el corazón en la batalla. Aunque también es lo último que querría decir.
Samy y Azazel habían partido con su amor a otra parte, huían de la guerra como de las plagas. Las encontré en una aldea humana, engalanadas como diosas, las alas enhiestas y orgullosas. Las manos de Azazel apoyadas en el vientre de Samy, un vientre hinchado y redondo.
“Los ángeles no pueden tener hijos” murmuró Azazel, con toda la dulzura del mundo. “Solo nacemos de la palabra de Padre. Pero los humanos… ah, los humanos son tan maravillosos”.
Quise irme. Quise huir de aquella blasfemia, recordando las palabras de desprecio de Luzbel, la prohibición de Padre de hacer daño a sus criaturas.
Salí de aquella tienda, aterrada y confusa, las alas vibrándome de puro miedo, de puro pavor. Y entonces tropecé contigo.
“¿Qué daño hay en esto?”
Ya no pude pensar otra cosa. Otra cosa que no fueran tus ojos y tus manos y el modo en que sonreías, el modo en que sonaba tu voz de madrugada y la forma de tus hombros a media luz. La suave curva de tu espalda, allí donde deberías haber tenido las alas.
Pero no había alas. Tu perfección no las necesitaba. Un cuerpo mortal… hasta que punto me aterraba tu fragilidad en las noches de vigilia. Hasta que punto temía perderte. Temía que nos encontrasen, que vinieran… temía todo y no temía nada, en esas largas noches en las que te cubría con mis alas y rogaba al Cielo que respetase mi pequeño instante de felicidad.
Samy y Azazel tuvieron muchos hijos en el tiempo que pasamos allí. Me miraban con cierta dulzura, con cierto orgullo de hermanas mayores. Incluso Camael se descolgó por nuestros dominios, aunque él no era constante; su presencia no duró. Pero sí la de muchos otros, que se cansaron de luchar en la guerra de Miguel y Luzbel. Que solo querían una vida de paz… y amor.
Enseñamos a los mortales. Las ciudades, la rueda, la agricultura, la escritora, la industria; todo vino de nuestras manos. Los mortales érais hermosos, con vuestra luz, vuestros ojos increíbles, el modo en que mirábais a las estrellas. ¿Cómo no amaros?
¿Cómo no amarte?
Y de pronto la guerra terminó. Padre nos llamó a todos a sus salones… y yo temí las represalias si no acudía. Te despedí con una caricia, callé tu preocupación con un beso y te prometí volver.
Y no volví.

Grigori, los llamaron. A todos los que no acudieron a los salones de Padre, a todos aquellos que eligieron quedarse en la Tierra con los mortales. Todos sufrieron el castigo… pero la ira de Padre fue destinada a Azazel y Samyaza, sus hijas predilectas. Desde su prisión, colgada en el Cinturón de Orión, encadenada con cadenas de pura energía, Samyaza gritó hasta perder la voz, se revolvió hasta dejar sus muñecas en carne viva, lloró hasta quedarse sin lágrimas mientras Azazel era torturada hasta la muerte. Gabriel, furioso, cumpliendo la palabra de Padre, cubrió cada centímetro de la marmórea piel de Azazel con piedras al rojo vivo, mientras ella gritaba en agonía, mientras Samy la llamaba desde el abismo en el que estaba condenada. Los gritos de Azazel se apagaron cuando ya solo sus ojos estaban visibles, cuando cada parte de su ser era solo agonía.
Y entonces, se extinguió.
Fue la primera vez que vi morir a un inmortal.
Nunca has visto nada así. De pronto no hay nada, de pronto el mundo entero se oscurece y un eclipse atrapa todo. Y el alma marcha.
¿Hay Cielo para nosotros?

Azrael apareció a mi lado. Me acarició la cabeza un segundo, me dirigió una mirada sesgada. “Lari” dijo, y nada más. Se arrodilló junto al cuerpo torturado de Azazel. Allí solo quedábamos Remiel y yo, y el eco de los gritos de Samyaza. Me parecía oír su llanto en el aire mismo.
Miguel estaba en los salones celestiales, descargando su espada contra todo lo que encontraba, tratando de acabar de destruir su corazón en ruinas. Luzbel se había ido para siempre.
Yo estaba allí. Cobarde, niña.
Gabriel estaba dando caza a los niños semimortales, a los nephilim.
Recuerdo que grité tu nombre. Recuerdo que de pronto fui consciente de lo que implicaba que Gabriel bajase a la Tierra, que alcanzase tu ciudad. Remiel y Azrael me miraron, entendiendo, sin entender. Remiel me acarició un segundo con sus alas antes de que yo alzase el vuelo, los ojos arrasados en lágrimas, el pecho ardiendo.
La espada de Uriel fue más rápida.
Cerré los ojos.
Un eclipse sobrevino al mundo.
No hay paraíso para quien no debiera morir.

Anoche soñé que era un ángel. Un ángel con alas blancas, un ángel con una cabellera negra y salvaje hasta la cintura. Anoche soñé que dejaba caer la espada a tus pies, que tus ojos se trataban con los míos una última vez. Anoche me dejé abrasar en tu mirada con tal de tener tus labios una vez más. Con tal de enredar tu cuerpo contra el mío durante un último segundo.
Anoche soñé que era un ángel, solo para ti. Anoche soñé que podría volar solo si tú quisieras ser mi razón para volver a la Tierra.
Anoche soñé que era un ángel.

Tu ángel.

El sueño del ángel by Mª Gumiel is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

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