martes, 3 de abril de 2012

Vide

Hay cosas que no te preguntas. O cosas que te preguntas sin saber qué decir, o que ni siquiera admites que te las preguntas.
Después de perder algo, por ejemplo. Después de perder algo o a alguien grande. Cuando aparece ese enorme vacío dentro de ti, ese vacío que un día estuvo lleno de algo que no puedes recordar. Nunca te habías dado cuenta de que ahí había algo, hasta que dejó de haberlo.
Y ahora duele. Pesa más el vacío cuanto más crece el silencio. No sabes con qué llenarlo. Es frío, es gélido, ese vacío. Escuece como una vieja herida, está siempre presente, como el muñón de un dedo que falta. Como una enorme grieta en el rostro de la Tierra.
Hay que llenarlo con algo. Y ahora mismo, en medio de tu vacío, te sobran dos cosas. Cenizas, y lágrimas. Tienes de sobra. Y si las mezclas, forman un empasto frío, pegajoso, que parece bastante adecuado para cerrar grietas. Y pesa y está helado.
Pero es mejor que el vacío.

Es jueves. Hoy hemos salido, no tengo muy claro por qué. Porque había ganas, simplemente. No podíamos quedarnos más en casa, encerrados bajo el peso de las paredes que se desploman. Así que salimos y nos buscamos en el mismo bar de siempre. Los cinco. Demasiados para un futbolín, pero nunca nos ha importado que se quede uno mirando.
Yo no tengo ganas de jugar. Contemplo a mis amigos, golpeando las bolas con estruendo, con esos giros de muñeca que delatan horas de experiencia, muchas horas de vuelo en los futbolines y en los billares.
Hay dos niñas sentadas en una mesa. Son muy pequeñas, y rubias, muy guapas. La mayor tendrá siete u ocho años, como muy mucho. La pequeña aparenta cinco o seis. Ahora que en el bar no hay humo, se aprecia la mirada vidriosa y aturdida de la madre.
Las niñas nos miran jugar. La más pequeña se levanta y se aúpa a mi lado, junto a una de las porterías, tratando de ver cómo juegan. Su hermana se sitúa a su lado, cautelosa. Me mira, dudando, porque soy la única que no está atenta a la partida. Sonrío.
-¿Cómo te llamas? - pregunto, sin dirigirme a ninguna de las dos en particular. La pequeña me dedica una sonrisa de dientes mellados.
-Andrea - y toca el pómulo de la otra niña -. Ella es Berta, y es mi hermana.
-Os parecéis - digo, tratando de ser amable. Aunque sea una chica con alma de jirones y un vacío lleno de cenizas -. Tenéis los ojos muy bonitos.
Y es cierto, vaya si es cierto. Tienen unos ojos luminosos, impresionantes, de un azul increíble.
Berta sonríe un poco.
-Me gusta tu collar - dice, y señala mi medallón, con el busto de Nefertiti grabado. Lo abro para ella, le muestro el reloj que contiene. Berta sonríe, más confiada. Disimulando, dirijo una mirada a su madre, que no las mira, que no las ve. Sólo parece ver el vaso que tiene delante. Berta sigue mi mirada y tuerce el gesto, pero no dice nada.
Andrea se aburre de futbolines y cogiéndome de la mano con total confianza, me arrastra hacia la otra sala, donde están las mesas de billar. De la otra mano lleva bien cogida a su hermana, que me estudia. Es una niña lista, acostumbrada a los bares entre semana y las conversaciones a gritos.
Hay un chico jugando al billar, o más bien diría que practicando, porque está solo. Tiene el pelo negro, y le cae sobre los ojos, aunque no parece que le moleste. Maneja el taco con precisión, y las bolas se cuelan en las troneras sin opción a escaparse.
Andrea sonríe encantada con el nuevo juego, y se dirige al lugar donde descansan los tacos, tratando de hacerse con uno de los más pequeños. Berta, acostumbrada a las reacciones de la gente que ha gastado dinero y no quieren que les estropeen la partida, mira al chico con cautela, pero él deja el taco atravesado sobre la mesa y ayuda a Andrea a escoger el taco más pequeño. Luego, la coge en volandas y la sostiene en vilo junto a la mesa, para que golpee la bola blanca. No tiene mucho tino en su primer intento, pero ríe a carcajadas cuando ve rodar la bola. Aunque no toque ninguna de las bolas coloreadas.
Berta sonríe y se hace con otro taco. Miro al chico alzando las cejas, y él se encoge de hombros, como diciendo, "¿y ya qué más da?", así que acerco una silla a la mesa para que Berta se suba y pueda apuntar, porque pesa demasiado para que yo, menudo montón de huesos y piel morena, pueda tenerla en vilo.
-¿Un bola ocho? - propone el chico, y yo sonrío y atrapo un taco. Él es excelente, Andrea no da una, Berta tiene buena puntería a pesar de la falta de práctica y a mí no se me da mal, así que la cosa está bastante equilibrada.
Él no habla mucho, pero su sonrisa habla por él. Es una sonrisa calmada, confiada. Convierte al chico duro del billar en alguien a quien querría conocer. Al menos un poco.
Porque esos ojos de color miel, de caramelo, de ámbar puro, y ese querer conservar la inocencia de las dos huérfanas a quienes su madre espera bebiendo una copa tras otra aunque solo sea a base de dejar que empujen las bolas con las manos a las troneras, ese calor de su sonrisa y esa mirada acogedora llenan mejor el vacío de mi interior que mi cúmulo de sueños quemados mezclados con lágrimas.

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