El grito rompe el aire paralizado de la tarde, que se quiebra como un cristal para desplomarse sobre la niña caída en el suelo. Tendrá unos seis o siete años, el pelo negro brillante y las mejillas enrojecidas como manzanas maduras. Se sujeta la rodilla, aguantando las lágrimas con una entereza impropia de una niña tan pequeña, respirando entrecortadamente. Parece una golondrina derribada en pleno vuelo, con la sangre caliente resbalándole por el roto del pantalón remendado. Sopla la herida y aprieta los dientes; me enternece, lo reconozco. Qué impropio de mí.
El resto de los niños se arremolina a su alrededor, alborotando, sin mirar apenas a la pequeña golondrina. Los de su equipo piden penalti, los del contrario, argumentan que se ha tirado. Ella los ignora a todos, extendiendo y doblando la pierna, tanteando la gravedad de la herida. Al final, poco a poco, se pone de pie, apoyándose primero en las palmas de las manos y por fin teniéndose erguida. Los miembros de su equipo la jalean y le indican desde dónde lanzar el penalti; entretanto, algunos de los del equipo contrario aún se quejan.
Mi pequeña golondrina se acerca al balón cojeando, mientras los niños del equipo contrario forman barrera ante la portería, empujándose unos a otros, en tanto que el portero trata de ver por encima de ellos. La chiquilla no se lo piensa mucho; coge un poco de carrerilla y golpea el balón con fuerza. El esférico supera la barrera, pero golpea en el larguero y rebota. Los chicos del equipo de mi golondrina se aprestan a rematar el tiro, mientras que los otros tratan de defender sus posiciones. Ella, con una leve mueca de dolor, sale del campo sin que los otros se percaten apenas de ello. Sorprendentemente, se dirige a mí, hacia el banco donde estoy sentado, y me mira suplicante.
-¿Tiene usted un pañuelo?
Me sorprende con su voz tenue de jilguero; esta niña es un pájaro, nadie lo dude. Rebusco en mis bolsillos, pero no logro hallar ni un miserable kleenex, aunque tampoco es una de esas cosas que la gente como yo lleve encima.
-No, lo siento – no parece que le importe mi voz ronca de cigarros negros, ni mi palidez y las ojeras, o el cuerpo flaco y agotado. Es más, se encoge de hombros y se sienta a mi lado.
-Qué pena. Mi madre va a tardar en venir a buscarme…
No sé qué decir, esta cría me descoloca. Diminuta y dulce golondrina con alas de barro y plumaje de remiendos.
-¿Cómo te llamas? – me pregunta, y sonríe. Balancea un poco las piernas; la herida, que había comenzado a formar postilla, se reabre, pero no parece que a ella le importe.
-Ismael – respondo, sin saber qué más decir. Las manos me tiemblan un poco, pero aún no demasiado, y además estoy dispuesto a esperar, si puedo quedarme con esta golondrina de tierras más soleadas.
-Ismael – repite ella -, es nombre de navegante.
-¿Ah, sí? – respondo, sorprendido. Ella asiente, muy convencida.
-Claro que sí, como el chico de la ballena blanca, ¿cuántos años tienes?
Dios mío, qué rápido se mueve su mente, cómo corre su cabecita de pájaro y cómo me cuesta seguirla.
-Diecinueve, ¿y tú?
-Casi ocho – vaya, es mayor de lo que parece. También parece orgullosa de tener ocho años -. Oye, ¿estás enfermo? – añade, con descarnada inocencia.
-Algo así – suspiro, llevándome sin querer las manos a la cara interna de los codos. Sus ojos son grandes, enormes, dos pozos de azabache cuajados de luz. Me pregunto si mi mirada fue así alguna vez, y un intenso olor a verde inunda mi recuerdo; sí, una vez yo fui un niño inocente, feliz. Y libre.
Ya nunca seré libre.
No quiero pensar en ello, no puedo volver atrás. Siempre seré prisionero de mis errores. Nunca volveré a ser quien era. No tiene sentido que me duela.
Nos quedamos en silencio mientras la tarde se hace noche. Mi golondrina mira el partido y grita de vez en cuando una orden o una palabra de ánimo, y yo la miro a ella y su derroche de energía. Mis manos cada vez tiemblan más, sé que voy empalideciendo y que mis ojos se vuelven más febriles, pero a ella no parece importarle y yo quiero quedarme aquí, porque si me marcho, será para caer otra vez en el abismo del frío beso de las agujas. Y aunque lo necesito, aunque lo quiero, también lo temo. Cada vez más.
Veo una figura adulta en el extremo del campo de fútbol, que llama a gritos a mi pequeña golondrina. El bullicio de los niños se mezcla con la reprimenda de la madre, y mi golondrina se pone de pie con un suspiro.
-Oye, Ismael, ¿te vas a curar?
La miro otra vez; el pelo enredado, los ojos oscuros, su camiseta manchada de barro, los pantalones mil veces recosidos y el marrón oxidado de la sangre seca. Y su pregunta en el aire.
-No lo sé – miento, aunque sé que nunca saldré de esta, como lo sabe la mujer que grita a su hija por hablar con un joven que, a todas luces, es un drogadicto.
-Te curarás – declara ella, muy convencida -. Adiós, Ismael.
Le ha gustado mi nombre. Tal vez hubiera debido preguntarle el suyo.
Se aleja sin esperar respuesta, medio corriendo, medio cojeando, hacia la figura de su madre, que se recorta contra la luz de las farolas.
-Adiós, mi pequeña golondrina – me despido, muy bajito -. Desearía poder creerte.
Y a pesar de todo, me quedo aquí sentado, temblando, en la oscuridad cristalina, viendo a los niños jugar, viendo como se marchan uno a uno. Al final, me quedo solo. Solo, como siempre.
Solo, como nunca.
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