domingo, 26 de febrero de 2012

La catedral

Plumas. Plumas y hojas de otoño en el aire; esas son las imágenes que tengo en la mente ahora mismo. Plumas negras, de cuervo o de ángel caído, y hojas rojas de otoño, revoloteando entre las esbeltas columnas, las ventanas sin vidrieras - como ojos ciegos -, los arcos blancos, destrozados como dientes partidos.
Fuera, el mar embiste furioso, estrellándose contra las rocas, tratando de enredar lo más lejano de su cuerpo con el cielo negro y gris. Dentro, solo se oye un rumor continuo, como un gruñido bronco, amenazador, vano. El mar solo logra lanzar contra la catedral su frío húmedo, que cala en los huesos.
La catedral que otrora fue blanca, ahora es negra y gris, quemada, y roja de sangre. Todas las tumbas del suelo están abiertas, los huesos viejos yacen en el suelo, en extraña armonía. Los huesos de los ricos, de los poderosos, arrojados al polvo. En cambio, los huesos de la plebe siguen durmiendo en contacto con la tierra y bajo el cielo abierto, bajo sus lápidas baratas. Porque no hay nada que robar en la tumba de un campesino.
Los huérfanos, los hijos de la guerra y del odio, llegaron a la catedral como si hubieran olido la muerte de los sacerdotes. Los más mayorcitos desvalijaron los cadáveres, abrieron las viejas tumbas y huyeron como endemoniados, llevándose consigo el aliento de la peste. Los pequeños hicieron suyas las viejas piedras, durmieron en altares y bancos, incendiaron la catedral en un intento por escapar del frío húmedo del océano. Ninguno escapó del fuego, y sus huesos tiernos se unieron a los viejos.
La catedral es refugio de la muerte y la desgracia. Los cuerpos se pudren sobre los bancos abrasados, y los cuervos picotean la carne ya cocinada, con macabro deleite. Sus garras y picos arrancan, arañan y desgarran, pero las plumas que dejan atrás son una caricia tranquilizadora.
La catedral, negra y gris, sigue en pie. Se cierne sobre los acantilados de la isla que una vez fue sagrada, como un pájaro de mal agüero. Aguarda. Acecha. Sus entrañas están sedientas de sangre nueva, huesos nuevos.
Más allá de la Isla de las Tormentas, más allá del océano y la desolación, la guerra continúa, el Sol y la Luna se enfrentan en singular combate.
Y en la isla, la catedral aguarda, con el abismo abierto, amenazante.

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