martes, 17 de julio de 2012

Oceánica.

Hoy me le levantado de buen humor. Tal vez fuera el sol que entraba por la ventana y me ha despertado a base de jugar sobre mis párpados cerrados, o la suave brisa del amanecer, fresca, que erizaba mi piel como la caricia de una pluma.
Tal vez fuera simplemente que tengo muchas ganas de vivir, sin más.
El sol al otro lado de los cristales ya no es el sol juguetón de esta mañana, es un sol ardiente y despiadado que se desploma sobre los ladrillos naranjas de la ciudad, y el cielo se ha vuelto de un turquesa intenso, del mismo tono que el vestido que se enreda entre mis piernas. Los cabellos negros que se me escapan del descuidado moño acarician mi cuello y mis hombros desnudos, y tengo unas ganas increíbles de correr entre la hierba. Siempre me ha gustado correr descalza.
No corre ni una brizna de aire esta mañana, y sin embargo a mí me parece que el viento sí que corre, que trae el olor salado del mar. Ya queda muy poco para que vuelva a verlo, a sumergirme en su abrazo salvaje, profundo, frío y fuerte. Anhelante y exigente, como solo el océano puede serlo.
Lo echo de menos. Lo añoro, como siempre me ocurre tras un año sin verlo.
Pero por ridículo que suene, este año no espero con tanta emoción el reencuentro. Porque sumergirme en ese abrazo me quitará, al menos durante un tiempo, el calor y el olor de otros brazos, unos de piel tostada y tan firmes que podrían mantener mis pies en el suelo durante una tormenta.
Un abrazo humano, un abrazo para el que he estado destinada desde que nací. O puede que desde antes.
Añoro el mar, porque es como yo. Salvaje, impulsivo, indomable. Sé que debo acudir a su seno para volver a encontrar mi fuerza.
Pero también sé que, esta vez, cuando deba abandonarlo la despedida no será tan dura.

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