sábado, 9 de junio de 2012

Apocalypse I

     Era un día de verano realmente tórrido. El sol se desplomaba sin piedad sobre los campos de cereal, secos y descuidados, sobre las encinas y los pinos,  sobre el camino de arcilla y sobre los tres jóvenes que avanzaban por él, montados en tres bicicletas de montaña y conversando en voz baja.
     La elección del vehículo había sido la más lógica; era silencioso. El mayor de los tres muchachos, un chico de unos veintitantos, con el pelo castaño claro, casi rubio, ojos verdes y una barba de tres o cuatro días, estaba muy satisfecho con su conclusión; si no les oían llegar, no les atacarían. Los seres a los que la gente llamaba "caminantes", "no-muertos", "infectados", "devoradores" y otros eufemismos - todo con tal de evitar la palabra "zombie", que los científicos se habían esforzado en descalificar desde el principio de la epidemia - eran asombrosamente estúpidos, y no parecían ver demasiado bien. Raúl estaba absolutamente convencido de que las bicicletas les evitarían encuentros incómodos.
     Sus compañeras de viaje, una chica rubia de grandes ojos castaños, bastante estúpida e ignorante, pero que, por motivos que Raúl no entendía, estaba enamorada de él y le proporcionaba diversión por las noches, y una joven algo mayor de pelo negro y rizado y ojos siempre entrecerrados, puesto que había perdido sus gafas, parecían bastante alegres, para encontrarse en el centro de lo que los más extremistas denominaban "Apocalipsis Zombie".
   Nadie sabía muy bien dónde estaba el origen de la plaga, ni qué la provocaba. Los alarmistas estadounidenses, como de costumbre, proclamaron que se trataba de un ataque terrorista con armas bacteriológicas, aunque pronto quedó claro que, de serlo, se trataba de un ataque suicida; no había forma de controlar aquel supuesto virus.
    Otros apuntaban a un compuesto creado en laboratorio, pero en este caso, por los fans más desquiciados de la llamada "moda zombie", que había causado furor durante los años y meses previos al veintiuno de diciembre del 2012; esa fue la fecha, tal vez dedicada al calendario maya para darle más dramatismo, en la que los representantes de la ONU admitieron que la plaga estaba fuera de control y estalló el pánico general.
       Unos cuantos ecologistas habían pregonado que, la Madre Naturaleza, en su sabiduría, había decidido eliminar por extinción a la especie que mayor carga suponía para el planeta: la humana. Se suponía que el virus era algo natural, y el hecho es que solo afectaba a la raza humana.
      Incluso las diversas Iglesias de la época habían anunciado diversos apocalipsis; sin ir más lejos, una secta francesa había protagonizado un suicidio colectivo, bajo el lema de: "Les vautours n'ont pas leur place au paradis."("Los devoradores no tienen lugar en el paraíso.")
       No eran los únicos; mucha gente había preferido el suicidio a la posibilidad del contagio, incluidos los padres de Lorena, la joven morena de pelo rizado que seguía a Raúl a todas partes. Tanto ella como Paula, la chica rubia, lo adoraban, y eso a Raúl le parecía mejor que bien; además, era lógico que lo adorasen, pues él era inteligente, guapo y sobre todo, un superviviente. Todavía no tenía claro a cuál de las dos jóvenes prefería; Paula era más guapa, pero demasiado joven e inexperta; Lorena, a pesar de ser bastante más fea, follaba mucho mejor, y en su madurez había atractivos de los que Paula carecía por completo.
     Estaba pensando qué hacer aquella noche, cuando vio al primer devorador. Estaba a unos cuatro metros, y los miraba con la cabeza ladeada, probablemente porque tenía el cuello roto. La mitad de su cara pendía de su cuello con colgajos pálidos, y sus ojos velados los miraban con una chispa de aviesa malicia, de inteligencia animal. Desde donde estaban, podían verle los dientes partidos en las mandíbulas descarnadas, y las costillas se vislumbraban entre jirones de ropa y piel.
     No era una visión agradable.
    -Tranquilas, chicas - les recordó Raúl, con aquel tono de voz pausado -. No nos atacará si pasamos de largo. No le miréis, no aceleréis. Vamos, tranquilas. Que no vea que podemos tenerle miedo. Que no piense que somos potencial alimento.
     Paula, aterrorizada, pensó que era difícil que aquel ser pudiera identificarlos como alimento o no, pero no dijo nada. Obedeció a Raúl, con la cabeza baja, tratando de no mirar al repugnante ser. Claro que había visto devoradores antes, pero desde el coche, no desde una absurda bicicleta. La falta de sonido no había impedido que el devorador los detectase, y por un instante, la joven maldijo a Raúl y su estúpido ingenio.
    Los devoradores no solían ir solos, y Lorena lo sabía. Intranquila, miró hacia atrás; Paula apenas iba unos pasos por detrás de ella. La chica se había unido a su reducido grupito poco después que ella, pero entre las dos había un abismo. Lorena ya se acostaba con Raúl cuando Paula llegó, y fue insoportable verse desbancada. A pesar de todo, se comportó bien con la otra chica, con una especie de camaradería que derivó en amistad.
    O eso creía Paula, claro.
   Pronto, Lorena vio dos devoradores más. Tuvo la sensación de que se estaban adentrando en una zona peligrosa, una de aquellas donde los devoradores campaban a sus anchas, devorando todo rastro de vida que quedaba, impresión que se vio confirmada por el hedor reinante, cada vez más intenso.
  -Deberíamos dar la vuelta - susurró, y Raúl asintió sin decir nada. Lenta, muy lentamente, giraron las bicicletas en el camino y se dirigieron de nuevo hacia el oeste. El problema era que ahora el sol les daba de cara, y no conseguían ver bien.
   Paula no se atrevía a abrir la boca, apenas a respirar. Cada vez más devoradores aparecían a ambos lados de el camino, cada vez más cerca, con aquellos rostros pálidos y destrozados, miembros rotos o arrancados, miradas veladas que seguían la trayectoria de las brillantes bicicletas bajo el sol. "No necesitan correr para atraparnos" constató la chica, aterrorizada, al darse cuenta de que los devoradores los tenían casi acorralados. Tuvo el impulso de acelerar, pero Raúl no había dicho que lo hicieran, y ella no quería dejar al joven atrás. Lo quería demasiado.
    Supo que iban a morir cuando vio a cuatro devoradores bloqueando el camino delante de ellos. Frenó en seco y miró hacia atrás, y vio que al menos seis más los seguían lentamente por el camino, mirándolos con los ojos vacíos, avanzando inexorablemente. El cerco se había cerrado, y Paula sabía que no podían salir de allí con vida.
    Los cuatro devoradores los miraban con sus ojos vacíos y muertos. Había una mujer con hebras de cabello, tan apelmazado de sangre y suciedad que no se podía saber el color, aún pegadas a su despellejada cabeza. No tenía labios; Paula había oído que, en ocasiones, los devoradores llegaban a comerse sus propios miembros, sin ser apenas conscientes de lo que hacían, o tal vez otro devorador lo había hecho por ella; no importaba. Su rostro inexpresivo no se apartaba de los tres jóvenes, y Paula maldijo a Raúl y sus ideas por primera vez en mucho tiempo, ya que si tuvieran un coche, podrían arrollar a aquellos repugnantes seres y seguir adelante.
    -¿Qué hacemos, Raúl? - preguntó Lorena, con el pánico impreso en la voz. Estaban a unos cuatro metros de los devoradores que se interponían en su camino, y los de detrás no dejaban de avanzar. Las cunetas del camino les impedían enfilar las bicicletas hacia allá; la única salida era correr.
    Raúl no dijo nada, y Paula decidió, por primera vez desde que lo conocía, tomar la iniciativa. Tal vez podría, incluso, salvarle la vida. Pasó una pierna por encima de la bicicleta y se aposentó en el suelo; cuando estuvo lista para correr, miró a Raúl y Lorena, que la miraban con el desdén impreso en la cara. ¿Qué demonios les pasaba? ¿Iban a esperar a morir, sin más?
     De pronto, un objeto alargado y negro impactó en las piernas de los cuatro devoradores, derribándoles de espaldas, y siguió deslizándose hasta quedar a pocos centímetros de la rueda delantera de la bicicleta de Raúl; Paula observó, asombrada, que era una reluciente moto negra, y por el modo en que giraban las ruedas, diría que acababan de apagar el motor; lo sorprendente era que no la hubieran oído llegar.
    No tuvo demasiado tiempo para pensar en la moto; un muchacho, bajo y esbelto, entró en escena. Llevaba un hacha pequeña en una mano y un martillo en la otra, y las manejaba con la destreza de los que llevaban entrenándose para ello desde que se anunció que la plaga había escapado al control de las autoridades. Se dirigió directamente a los cuatro devoradores que estaban en el suelo, aún poniéndose en pie; llevaba un casco de moto, negro y reluciente, y sin mediar provocación estampó un cabezazo en la frente de la devoradora, que ya se había puesto en pie. Un brutal caída de su hacha, de arriba a abajo, reventó a la mitad la cabeza de otro devorador, y sin desperdiciar un movimiento, la alzó a través de la mandíbula de otro. El último devorador se acercó a él; era más alto que el muchacho, y lo abrazó desde atrás, estampando sus dientes en el reluciente casco negro. El chico dio un cabezazo brusco, reventando las mandíbulas del devorador, a la vez que tiraba una patada hacia atrás; cuando el ser lo soltó, giró en redondo, dibujando un arco con el martillo.
    La cabeza del devorador estalló como si se tratase de una sandía, salpicando de sangre el casco del muchacho.
    El chico se giró, y Paula pensó por un momento que la miraba a ella, hasta ver que miraba más allá, detrás de ella, donde otro muchacho, algo más alto y musculoso, peleaba con una barra de hierro de punta afilada contra los seis devoradores que los habían atacado por la espalda. También llevaba un casco, solo que el suyo era azul, y había acabado ya con cuatro devoradores, al igual que su compañero de casco negro. Este último corrió a auxiliarle, blandiendo el hacha casi con alegría, pero para cuando llegó a su lado, el muchacho de casco azul había atravesado con su extraña arma la cabeza del sexto devorador, metiéndole la barra de hierro por un ojo y sacándosela por lo alto del cráneo. La sacudió casi con desdén, y el devorador cayó al suelo, inerte.
     Fue en ese momento cuando Paula se dio cuenta de que sus compañeros habían desaparecido.
    Los dos muchachos se inclinaron a limpiar sus armas con la arena del camino. Paula había oído rumores acerca de que la plaga se transmitía a través de la sangre y las mucosas, y no cabía duda de que aquellos dos les daban crédito, a juzgar por lo concienzudamente que limpiaban las armas.
    El chico del casco negro se acercó a ella y levantó un poco el visor.
    -¿Hay más? - preguntó, con voz áspera, ronca, imperiosa... e indudablemente femenina. Desde el interior del casco la observaban unos ojos ligeramente rasgados, de un color castaño claro sorprendente. Una cicatriz partía la ceja derecha, y lo poco que veía de su rostro parecía salvaje, tosco, rudo.
    -¿Más qué?
    -Zombies, ¿qué mierda va a ser, niña?
    Paula bajó la vista, avergonzada. El chico del casco azul, unos pasos más allá, reventaba una a una las cabezas de los devoradores, como para asegurarse de que no volvían a levantarse.
    -No lo sé - respondió, y la otra chica resopló -. Creo que no - se apresuró a añadir, y la otra asintió.
    -Vale. ¿Qué vas a hacer ahora?
    La chica, angustiada, miró a su alrededor. No había ni rastro de Lorena, ni de Raúl. Habían dejado allí tiradas sus bicicletas... y a ella.
    -No lo sé - dijo, angustiada. La chica del casco negro volvió a resoplar. El otro muchacho se acercó a ellas y miró a Paula de arriba a abajo, evaluándola.
    -No podemos dejarla aquí, Dánae. La matarán en unos... ¿diez minutos?
   -En mi moto no cabe - gruñó la llamada Dánae, con una mueca adivinándose en sus ojos almendrados. El otro chico se encogió de hombros.
    -Llama a Orión y que traiga el coche. 
   -Llámale tú, tú tienes el teléfono - masculló la joven, arrodillándose junto a la moto negra. La puso en pie con delicadeza y acarició el depósito de gasolina, donde se veían tres largos arañazos en la pintura negra -. Mierda, me llevará siglos volver a encontrar pintura del mismo tipo.
    -Venga ya, Dánae. No le hemos salvado la vida para dejarla aquí tirada, ¿no?
    -Vale, vale. Llámale, yo voy a ver si esto ha quedado muy mal.
    -Es un truco fantástico - comentó el chico del casco azul, mientras sacaba un teléfono móvil vía satélite de el bolsillo -. Nos costó mucho conseguir dos de estos, pero son necesarios, ahora que los móviles normales no funcionan - explicó, ante la mirada atónita de Paula -. No sé cuánto nos durarán estos, pero cuando se estropeen, espero que podamos apañarnos con walkies. ¿Orión? Sí, ha salido bien. Donde te dijimos. Sí. A una de las chicas. Sí. Sí, venid. Vale. Hasta ahora.
  -¿Qué es un truco fantástico? - preguntó Paula. El chico del casco azul no respondió; aunque en un principio había parecido más amistoso que Dánae, al final parecía ser solo la adrenalina del momento, pues, incluso a través del visor del casco, comenzaba a aparecer ensimismado y distante.
   -Poner la moto en punto muerto, derrapar y saltar a tiempo de no romperte nada - respondió Dánae, con tono ácido -. No es muy recomendable si quieres que una moto te dure, y después de lo que me ha costado modificar el motor de ésta para que no haga ruido... ya puedes estar agradecida, niña.
    Paula bajó la mirada, avergonzada. No tenía muy claro qué decir, pero por suerte, una camioneta llegaba en esos momentos. Pasó por encima de los cadáveres de los devoradores sin ningún recato y se detuvo a pocos palmos de Dánae y su moto.
   -¡Orión, atropéllame la moto y te atropello la cabeza! - gritó Dánae, pero su tono sonaba bastante más amistoso que hasta entonces.
   -Vale, vale - replicó a gritos una voz desde dentro -. Me he sacado el carnet en medio de un apocalipsis, ¿Cómo quieres qué conduzca bien?
   -¿De qué jodido carnet hablas? - dijo Dánae, riéndose.
  -A eso me refiero - replicó el llamado Orión, mientras Dánae rodeaba la camioneta con su moto y comenzaba a subirla en la parte de atrás, que estaba descubierta. 
   El otro chico se acercó a ayudarla, y Paula se quedó allí, plantada frente a la camioneta, sin saber qué decir. La ventanilla del conductor se bajó lentamente, y reveló a un chico de pelo rizado y ojos marrones que la miraba con curiosidad.
   -¿Qué coño haces con una bicicleta en medio de un apocalipsis zombie? - preguntó, pero su tono no era tan duro como sus palabras, y parecía más amistoso que los otros dos. Paula le dedicó una sonrisa nerviosa, dándose cuenta de que hasta entonces no había sido consciente de que seguía aferrándose al manillar con todas sus fuerzas. Lo soltó de golpe, y la bicicleta cayó con un ruido metálico.
   -Fue idea de Raúl.
   -¿Raúl? ¿Y quién mierda es Raúl, el profeta?
  -Debe ser el tipo que iba con ella y la otra chica cuando las vimos. Salieron corriendo en cuanto aparecimos Nilo y yo y la dejaron ahí tirada.
   -Mala suerte, rubita - comentó Orión -. Deberíamos irnos, chicos - dijo, poniéndose más serio -. No sé cuánto tardarán en aparecer más, pero deduzco que habéis armado jaleo.
  -Solo el que hacen las cabezas al reventar - replicó el que respondía al nombre de Nilo, mientras se quitaba el casco azul, revelando unos grandes ojos marrón chocolate, un corto cabello negro, ondulado y áspero, y unos labios gruesos,  y subía a la parte trasera del vehículo -. Vamos, rubia. Dánae irá detrás con su adorada moto.
  -No te pongas celoso - replicó Dánae, sacándole la lengua con picardía. Ella también se quitó el casco, revelando un cortísimo cabello negro, que se encrespaba puntiagudo en todas direcciones, y un rostro ovalado de firmes mandíbulas. Tenía un cierto aire oriental, turco o libanés. 
   Saltó a la parte de atrás de la camioneta, con una ballesta en las manos.
   Paula subió en el asiento de atrás con Nilo, y descubrió que en el asiento del copiloto había sentada una chica, todavía más baja que Dánae y con el pelo aún más corto. Llevaba una banda de tela atada en la frente, seguramente para retirarse el pelo de los ojos, y la miraba torvamente.
   -Bravo, Nilo, Dan, Orión. Otra boca que alimentar. ¿Qué mierda se supone que vamos a hacer con ella?
   -Cálmate un poco, Lena, ¿quieres? Que ha estado a punto de morir - le recriminó Orión, con un suspiro.
   -Y se lo había buscado - masculló la llamada Lena, pero no dijo nada más.
   -¿Cómo nos habéis encontrado? - preguntó tímidamente Paula. Orión sonrió mientras arrancaba el motor.
   -Estamos en pleno verano, con un sol que mata. Los radios de vuestras bicicletas brillaban como faros, Dan vio algo, miró con los prismáticos y nos acercamos a echaros un cable. Ella y Nilo se adelantaron.
   -¿Por qué? - preguntó Paula, sorprendida.
   -¡Porque no había ninguna necesidad de que muriéramos todos! - gritó Dan desde atrás, con aquel tono torvo que Paula empezaba a entender que era habitual en ella. La joven rubia asintió, pensativa. Orión sonrió.
   -Bueno, ya nos conoces a todos, ¿no? A mí me llaman Orión, por motivos de antes-del-apocalipsis. Esta de aquí a mi vera es Lena, abreviatura de...
   -Dilo en alto y te decapito - masculló la chica del asiento del copiloto, pero eso solo ensanchó la sonrisa de Orión.
   -... María Magdalena. A tu lado, Nilo, sus padres tenían un gusto extraño con los nombres...
   -¡A mí me gusta! - protestó Nilo a su izquierda, pero Orión sacudió la mano como quitándole importancia al comentario. Paula se asustó al verle soltar el volante, cuando antes había dicho que no sabía conducir demasiado bien, pero pronto quedó claro que era una broma entre ellos; el chico se manejaba perfectamente.
    -... y detrás, con su moto y la ballesta, que por cierto no es suya si no de Nilo, tienes a Dánae, que parece una jodida borde pero en realidad es un pedazo de pan, ¿a que sí, Dan?
     -¡Pan duro y muy quemado, Orión! - replicó la chica, pero su tono era jocoso. 
   Paula pronto se dio cuenta de que el motor de la camioneta apenas hacía ruido, y dedujo que Dan también lo había modificado, como al parecer había hecho con el de la moto. Nadie dijo nada durante cinco minutos; Lena seguía con la vista fija en el horizonte, Orión parecía muy feliz conduciendo a una velocidad temeraria y Nilo se había repantingado en el asiento, y parecía estar quedándose dormido.
     -Oye, Orión - dijo, dirigiéndose al que más amistoso parecía de los cuatro -, ¿a dónde vamos?
   -Verás - explicó Nilo, a su lado -, ahora mismo aún no está claro si lo más recomendable ante esta situación es moverse o atrincherarse. Como aún no lo tenemos claro, tenemos un refugio en lo alto de una de las lomas, en una finca que da la casualidad de que pertenece a la familia de Dánae. Hasta ahora nos va bien allí, pero últimamente esto se está llenando de zombies. De momento vamos allá, luego ya veremos.
    Paula asintió, con un suspiro. Su mundo acababa de descolocarse por completo, pero, al menos, estaba a salvo. Por un instante, pensó con nostalgia en Raúl y en Lorena, que se habían ido solos por aquellos campos que, según Nilo, se estaban llenando de zombies.
   Casi sintió lástima por ellos.
   Casi.

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